El Estado laico

Los católicos no debemos temer, sino desear la separación entre el Estado y la Iglesia

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El comentario de la filósofa Laurencia Sáenz, publicado en esta página el 27 de junio pasado , ha generado un debate muy útil para la formación de criterio de los costarricenses en dos temas importantes. El punto de partida del artículo citado es una crítica a una cuña emitida por Radio Fides como parte de la campaña antifecundación in vitro, lo cual, dice la autora, permite concluir que en Costa Rica se necesita un Estado laico.

Esa conclusión, con algunos matices, podría haber sido expresada por una creyente católica. Porque los católicos no debemos temer, sino más bien desear, la separación entre el Estado y la Iglesia. Jesús mismo lo dijo claramente (Mt. 22, 21). Juan Pablo II lo manifestó varias veces. Por su parte, en 2006 Benedicto XVI declaró a la prensa internacional: “Debemos volver a definir el sentido de una laicidad que subraya y conserva la verdadera diferencia y autonomía entre las dos esferas, pero también su coexistencia, su responsabilidad común”.

En diciembre de 2008, declaró que la distinción Iglesia-Estado constituye “un progreso de la humanidad y una condición fundamental para su misma libertad”. En Latinoamérica, el Estado confesional es una herencia colonial; en ese entonces se creía que el poder requería la legitimación religiosa para amalgamar la identidad de la nación, y actos típicamente civiles como el registro de nacimientos, de matrimonios y de defunciones, únicamente los ejercía la Iglesia.

Poco a poco, conforme la democracia representativa fue afianzándose. Esa fusión de poderes y funciones se fue superando, en algunos países antes que en otros, en unos de forma oficial y en otros en la práctica. A partir del momento en que la soberanía descansa en el pueblo, por razones de congruencia, la democracia representativa y la laicidad están íntimamente ligadas y se complementan.

Pero un Estado laico, como lo adelantó Laurencia Sáenz, no significa un Estado anticlerical. En un país de población mayormente cristiana, la laicidad del Estado no puede entenderse como la imposición de un ordenamiento que excluye a Dios, ni que desprecia las bases judeo-cristianas de nuestra civilización y de nuestra sociedad.

De hecho, en Occidente, la moral secular está impregnada de la moral cristiana, porque la religión, además de una cuestión de fe, es parte de la cultura de nuestros pueblos. Se trata entonces de un Estado respetuoso de la libertad de culto y de expresión de las creencias y valores, no solo de los grupos religiosos, sino de cualquier otra corriente de pensamiento.

Grupos de presión. Por lo tanto, no puede impedirse a las comunidades de creyentes expresar sus opiniones e incluso tratar de influir en las políticas públicas y en las leyes que rigen a la sociedad en la que viven, al igual que lo hacen los gremios y todos los llamados grupos de presión. Esto fortalece la convivencia democrática y da contenido a la moral pública, que es cada vez más dinámica y cambiante. La manifestación de esta diversidad de posiciones enriquece al pueblo soberano y, por ende, a sus representantes, para tomar las decisiones legales y políticas que rigen a la nación.

Los cristianos estamos llamados a buscar “primero el Reino de Dios y su justicia”, por lo que expresar nuestro parecer en temas referentes a la vida es una obligación. Pero es además un derecho, que tienen igualmente todas las personas y las organizaciones civiles y religiosas que conviven en un sistema democrático, siempre que lo hagan con respeto.

En el caso de la cuña radial de Radio Fides, que ha generado controversia y llegó a ser prohibida por la Oficina de Control de Propaganda, comparto el fondo de la crítica de Laurencia Sáenz, pues la pieza fue, a mi criterio, desacertada – ojalá esa Oficina fuera siempre tan eficiente en la prohibición de tantas piezas de propaganda que ofenden y maleducan a los niños y que degradan y manipulan a las mujeres–Sin embargo, insisto, eso no significa que la Iglesia Católica, o cualquier otro grupo religioso o civil, debe callarse ante proyectos de ley que difieren de sus principios y creencias. Querer silenciar las posturas morales de la Iglesia con el argumento de la “superioridad racional” es tan arbitrario como lo fue la situación contraria, cuando el Estado estaba sometido a la Iglesia. Y querer descalificar –y de paso ofender– a cualquier persona que de manera respetuosa y fundamentada defienda ciertos valores, acusándola de ser religiosa y por lo tanto irracional e ignorante, es injusto y, además, pasa por alto que hay muchísimas personas no católicas o incluso ateas, que comparten las posiciones cristianas en temas referentes a la vida.

Diálogo respetuoso. La separación Estado-Iglesia requiere un diálogo respetuoso, no solo entre ambas instituciones, sino en el interior de la sociedad, entre creyentes y no creyentes. Aun si algunas o todas las leyes civiles no se fundamentan o se oponen a las creencias católicas, nos quedan la conciencia y el ámbito privado.

Por eso, lo que la Iglesia necesita no es que el Estado, que es una persona jurídica, “tenga” fe. La Iglesia necesita, más que nada, creyentes comprometidos. Creyentes que no tengamos miedo a que nuestra Iglesia no reciba fondos públicos, sino que velemos por que se cuiden, administren y utilicen bien los que posee.

Que no tengamos miedo a que los clérigos se ocupen más de los asuntos de la fe y menos de los asuntos del poder. Que conozcamos nuestra doctrina para que podamos vivirla y que participemos en la evangelización de nuestros hijos. Que nos involucremos en las múltiples obras de caridad de la Iglesia (la más grande benefactora de los pobres, los enfermos, los abandonados, las víctimas de violencia, los reos, los inmigrantes, etc.) y que participemos sin temor, y con respeto, en el debate público sobre las decisiones políticas. En otras palabras, que seamos congruentes con nuestra fe.