Vuelo presidencial

La pregunta esencial es si la Presidencia debe aceptar la prestación de servicios semejantes a título gratuito aunque la nave pertenezca a personas intachables.

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La falta de revisión de antecedentes de quienes prestaron el avión para el viaje presidencial a Perú reviste extrema gravedad, pero el país y sus instituciones cometerían un error si del escándalo surgiera la conclusión de que la constatación previa de credenciales intachables enervaría toda objeción sobre lo actuado.

La pregunta esencial es si la Presidencia de la República debe aceptar la prestación de servicios semejantes a título gratuito aunque la nave pertenezca a personas intachables, sin relaciones económicas con el Estado ni intenciones ulteriores, aun en el supuesto de un viaje estrictamente oficial.

No debe hacerlo, sin importar el encuadre legal de lo actuado, si pretende cumplir el deber de preservar la confianza de la ciudadanía en las instituciones. Tanto desprendimiento siempre despertará suspicacias, incluso si lo inspiran razones de absoluta buena fe. Existen otras formas de transportarse. El Gobierno cuenta, por ley, con pasajes cedidos por las aerolíneas para viajes oficiales. Si el viaje tiene otro carácter, corresponde a los funcionarios sufragar el gasto.

La colaboración de la empresa privada con el Estado es una práctica inobjetable cuando su alcance no pueda ser confundido con beneficios específicos para determinados funcionarios y produzca efectos benéficos para la colectividad. El país aplaude esa generosidad, por ejemplo, cuando se hace necesario atender una emergencia.

La actuación del Gobierno en este caso merece crítica desde el principio. Las demás circunstancias operan como agravantes. El carácter oficial del viaje no está claro. Según la Presidencia, el préstamo de la aeronave solo fue aceptado cuando se acabó de programar una cita con el mandatario peruano, Ollanta Humala, más todo indica que la presidenta habría viajado a Lima de cualquier manera, porque el propósito esencial era asistir a la boda de un hijo del vicepresidente Luis Liberman. Hubo una reunión con Humala, pero el Gobierno peruano la describe como “visita de cortesía” y la cancillería costarricense nada sabía de su celebración.

Queda la impresión de un intento de revestir el viaje de algún carácter oficial para hacer más potable el préstamo de la aeronave. Por las razones apuntadas, el propósito oficial no tendría ese efecto. Sin embargo, la inevitable duda sobre el peso de las motivaciones privadas en este caso magnifica las dimensiones del desaguisado.

En ese marco, la falta de constatación de los antecedentes de quienes ofrecieron la nave es otra circunstancia agravante, no la esencia del problema. Eso sí, es un elemento cuya seriedad no puede ser exagerada, especialmente con vista en los resultados.

El ejecutivo de la empresa propietaria del avión figura en una investigación relacionada con el narcotráfico en su natal Colombia. Esa circunstancia debió ser conocida por una Casa Presidencial que cuenta, a sus órdenes directas, con la Dirección de Inteligencia y Seguridad (DIS), tan polémica por su intervención en otros temas, quizá de menor calado.

El avión había sido utilizado, hace un par de meses, para trasladar a la mandataria a las honras fúnebres del presidente venezolano, Hugo Chávez. En ese lapso, nadie se abocó a investigar los antecedentes de quienes lo ofrecieron. La Casa Presidencial no consiguió esclarecer en un plazo tan prolongado lo que los periodistas averiguaron en 48 horas. La falta de seguridad y ligereza son inquietantes.

En suma, el avión no debió ser utilizado para un viaje oficial y menos si el vuelo tenía carácter privado. Tampoco si quienes lo facilitaron hubieran carecido de antecedentes y, sobre todo, no se debió aceptar el servicio sin la mínima preocupación por saber de quiénes se trataba.

Queda lamentar los efectos del incidente sobre la labor gubernamental y la resolución de urgentes problemas en muchas otras áreas del quehacer nacional. Esos efectos sobre el cuerpo político y sobre la eficacia de la administración pública costarricense bastan para asentar la necesidad de desterrar una práctica cuyos antecedentes pueden ser hallados, de una u otra forma, en la mayor parte de las últimas administraciones.