Una visita transformadora

Con su viaje a Cuba, el presidente Obama ha superado el pasado y apuntalado el futuro

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El presidente Barack Obama concluyó el martes una intensa visita de dos días a La Habana, cuya trascendencia no solo debe medirse por su significado histórico, sino, más aún, por su impacto presente y potencial transformador en el futuro.

El viaje fue el punto culminante en el proceso de normalización de relaciones oficiales entre Estados Unidos y Cuba iniciado en diciembre del 2014; despejó el camino hacia un clima más propicio para estrechar los vínculos estadounidenses con América Latina; terminó de borrar el fantasma del “imperialismo agresor” como consigna y justificación totalitaria del régimen castrista; ayudó a dejar en evidencia ante el mundo algunas de las peores tácticas del aparato represivo oficial; e infundió nuevo aire y vigorosos ímpetus a favor de la apertura económica, la autonomía de la sociedad civil y el cambio democrático en la Isla.

“He venido a enterrar el último vestigio de la guerra fría en las Américas”, dijo Obama durante un discurso televisado a toda la población. Para completar esta tarea, será necesario el fin del embargo económico, decisión que depende del Congreso. Sin embargo, mediante el vigoroso uso de su autoridad ejecutiva, y de la concesión de licencias específicas a múltiples compañías y actividades, las barreras para el intercambio financiero, económico y humano entre ambos países se han reducido drásticamente y sin duda seguirán bajando en los próximos meses. Así, el mal llamado “bloqueo” también ha sido privado de su fuerza retórica y propagandística.

Una parte de la visita, cuidadosamente coreografiada, estuvo destinada a resaltar el cambio de política y las oportunidades económicas que el nuevo clima de relaciones abre para ambos países. A la vez, sin embargo, Obama y su delegación pusieron particular énfasis en resaltar, mediante palabras, símbolos y acciones, su compromiso con el bienestar del pueblo cubano y a dejar en evidencia que sin una apertura amplia y real, y sin el disfrute de los derechos civiles y políticos básicos por parte de sus habitantes, de poco valdrá la normalización –incluso el eventual fin del embargo– para mejorar las paupérrimas condiciones de vida en Cuba.

La visita no se limitó a los contactos oficiales indispensables y necesarios, en particular una larga reunión entre Obama y el gobernante Raúl Castro, donde, según manifestaron ambos, hablaron con gran sinceridad; tampoco a destacar el deporte –en este caso el beisbol– como una amalgama de identidad entre ambos pueblos. Más allá de estos aspectos, y pese a una intensa oposición inicial del régimen, Obama se reunió con un grupo de importantes disidentes cubanos, víctimas frecuentes de silenciamiento y represión; sostuvo un encuentro con empresarios estadounidenses y emergentes emprendedores cubanos; visitó al cardenal Jaime Ortega en la catedral de La Habana y pronunció un elocuente discurso transmitido por la televisión oficial.

Desde una sobria tribuna en el histórico Gran Teatro de La Habana, las palabras del presidente fueron respetuosas; sus manifestaciones de amistad, convincentes; sus referencias a lo mucho que une a ambos pueblos, abundantes y llenas de ejemplos; y su insistencia en que Estados Unidos no es un enemigo de Cuba y que corresponde a los cubanos decidir su futuro, un tema recurrente y persuasivo. Pero lo más estimulante del discurso, y lo que sin duda quedará resonando como movilizador futuro, fue su clara y vigorosa defensa de la democracia y la libertad como fundamentos de la dignidad y del progreso humanos. Insistió en el tema no como el “americano feo” que llega a sermonear, sino como el presidente comprensivo que, tras reiterar su amistad, y aceptar errores, falencias y desafíos en su propio país, compartió sus convicciones con gran naturalidad y elocuencia.

Obama resaltó la creatividad del pueblo cubano, tanto en la Isla como en el exilio; defendió las libertades de expresión, organización, crítica y manifestación; destacó el derecho a no ser detenido arbitrariamente, a escoger gobiernos en elecciones abiertas y a emprender iniciativas personales de manera autónoma, como tratan de hacerlo millares de “cuentapropistas” en la Isla. Además contrapuso, como una de tantas “diferencias” entre ambos países, el “sistema de partido único” de Cuba y la “democracia multipartidista” de Estados Unidos. Fue un discurso como no había llegado a los oídos de la población en más de cinco décadas, y si bien las palabras, por sí mismas, no cambian la realidad, sí ayudan a definirla y, eventualmente, se convierten en poderosos móviles de transformación. Por esto, la importancia de su mensaje no puede menospreciarse.

Si Obama expuso con serenidad y respeto muchas de las aberraciones del régimen, este también se encargó de hacerlo con sus actos, y la prensa internacional tomó debida nota de ello. El mismo domingo en que el presidente arribó a La Habana, decenas de mujeres integrantes del grupo independiente Damas de Blanco fueron agredidas y detenidas en plena vía pública; días antes, varios disidentes fueron apresados de manera “preventiva”; las autoridades evitaron en todo lo posible el contacto de la población con los visitantes, y también intentaron impedir preguntas de los periodistas extranjeros a Castro. Sin embargo, este se vio obligado a responder algunas, y muy comprometedoras, tras la reunión bilateral entre ambos mandatarios.

El viaje coronó una de las iniciativas de política exterior más importantes del presidente Obama; un legado que esperamos se mantenga tras las próximas elecciones. A la vez, podría ser visto como la apertura de una posible nueva etapa, no solo en las relaciones bilaterales y hemisféricas, sino, también, en el proceso de cambio en la Isla. A menos que los sectores más intransigentes dentro del partido y las fuerzas armadas decidan –y puedan– frenar en seco e intentar dar marcha atrás, el proceso parece irreversible, aunque su velocidad y sus características resulten un enigma. Enterrado el atavismo “imperialista” por el propio Castro, también América Latina debería ver en esta visita un punto de inflexión para acercarse más al pueblo cubano, tomar en cuenta sus necesidades y aspiraciones y trabajar por un cambio democrático en la dictadura más añeja y fracasada del hemisferio. Por sentido de realidad y de dignidad, es lo correcto.