Una joven extraordinaria

Es imposible imaginar una candidatura más meritoria al Premio Nobel que la de Malala Yousafzai

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Malala Yousafzai habló con soltura ante el concierto de naciones reunidas en Nueva York. La ONU le rindió un sentido homenaje y sus palabras fueron difundidas por la prensa de casi todo el planeta. Si no tuviera tan solo dieciséis años, sería fácil confundirla con una estadista, conductora de los destinos de millones de seres humanos. Es una jovencita extraordinaria.

Malala es reconocida como “la niña más valiente del mundo”. Es difícil saber si es justa la exclusión de todas las demás, pero ojalá no lleguemos a averiguar si existen otras del mismo talante. La valentía de Malala es incuestionable y la demuestra con su insistente defensa del derecho de las mujeres a la educación.

En la mayor parte del mundo, esa causa es perfectamente pacífica. Aun en países atrasados, donde está lejos de hacerse realidad por factores culturales, sociales y económicos, abogar por la educación e inclusión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida no implica riesgo alguno. No es así en Pakistán y otros países donde el fundamentalismo islámico encuentra expresión en grupos como los talibanes.

El 9 de octubre del 2012, un talibán atacó a Malala, pistola en mano. La quinceañera regresaba de su escuela en el valle de Swat cuando los disparos la dejaron moribunda. Su supervivencia, después de dos intervenciones de cirugía reconstructiva craneal, es un milagro médico.

Milagrosa, también, es la determinación de la hermosa niña, cuyo deseo de educarse no mengua. “Pensaron que con sus balas me callarían para siempre, pero fracasaron”, dijo a los emocionados embajadores de todo el planeta.

Las circunstancias la han convertido en símbolo de la lucha por la educación de las mujeres, pero ella no acepta ese límite. Aboga por la formación y el trato digno para toda la niñez, sin distinción de género.

Malala es musulmana, como dicen serlo los talibanes, pero lee las escrituras con una perspectiva totalmente distinta. La suya es una religión de “paz, humanidad y hermandad” cuyas enseñanzas imponen el “deber y la responsabilidad” de educar a cada niño, sin discriminación.

Las banderas de Malala, entonces, simbolizan mucho más que la justa lucha por la educación y la inclusión social. Su significado se extiende al clamor por la coexistencia civilizada y pacífica, con respeto a los derechos de cada cual y disfrute de la rica diversidad humana.

Por eso, no tiene deseos de venganza. “Es la compasión que aprendí de Mahoma, Jesucristo y Buda, el legado que recibí de Martin Luther King y de Nelson Mandela, la filosofía de la no violencia que aprendí de Gandhi y la Madre Teresa, y el perdón que aprendí de mi padre y de mi madre. Por eso mi alma me dice: ‘Sé pacífica y ama a todo el mundo’”, manifestó.

La joven es candidata al Premio Nobel de la Paz. Es imposible imaginar una candidatura más meritoria. Malala se expuso cuando decidió estudiar y se expone hoy, después del criminal atentado, cuando aboga por la universalización de ese derecho y por la hermandad de todos los pueblos, antítesis de los fanatismos. Ojalá el comité encargado de otorgar la distinción no albergue dudas y fortalezca con la distinción a la figura de Malala y al ímpetu de su causa. Ojalá, también, el mundo civilizado se convenza de la necesidad de garantizar para siempre la exclusión de los talibanes del poder y el cese a toda costa de sus actividades terroristas.

El movimiento extremista fue derrocado como represalia por su participación en el crimen de la torres gemelas, el 11 de setiembre del 2001. Malala tenía tres años y las jóvenes de quince ni siquiera podían aspirar, en esos tiempos, a constituirse en ejemplo para la humanidad. Hoy pueden hacerlo con altísimo riesgo para sus vidas. La tarea permanece tristemente incompleta. Tanto salvajismo debe cesar.