Un vicio longevo

Las partidas gestionadas por los diputados distorsionan el gasto público, dirigiéndolo a las comunidades y organizaciones con capacidad de influir

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Las partidas específicas, antaño motivo de graves escándalos, fueron llamadas al orden en 1998 mediante una ley destinada a erradicar los vicios cultivados a su amparo. Los diputados incluían en el presupuesto partidas con destinos predeterminados, la mayoría de las veces con intención de desarrollar obras comunales, en otras con fines discutibles, como apoyar con fondos del Estado las finanzas de equipos de futbol, y en algunos casos con propósitos cuya licitud fue objeto de estudio en el Ministerio Público.

Aparte del despilfarro y las actuaciones ilícitas, la práctica es contraria a la buena administración de los recursos públicos aun cuando las intenciones son legítimas. En primer término, abona al clientelismo político. Las partidas crean lealtades personales y partidarias inadmisibles en una democracia con aspiraciones de madurar.

Por otra parte, distorsionan el gasto público, dirigiéndolo a las comunidades y organizaciones con capacidad de influir. Los propósitos de esos grupos de presión pueden ser legítimos y hasta encomiables, pero no necesariamente coinciden con las prioridades de la comunidad.

El mismo efecto producen las partidas en cuanto a la distribución del gasto. Las regiones, cantones y distritos con más capacidad de ejercer presión tienen, también, mayores posibilidades de alzarse con la parte del león, sin consideración para necesidades más urgentes en otros puntos de la geografía nacional.

Por todos esos motivos, la reforma de 1998 pretendía introducir criterios técnicos en la asignación de los recursos. Las propuestas de proyectos comunales las estudiaría el Poder Ejecutivo según sus méritos, sin dejar de lado la ponderación de otras necesidades comprobadas.

Sin embargo, la Asamblea Legislativa no ha renunciado a la búsqueda de fórmulas para intervenir en la asignación de recursos. A lo largo de los años, los titulares de prensa han dado cuenta de “partidas específicas disfrazadas”, introducidas con discreción en el presupuesto. La Nación informó ayer de ¢1.300 millones gestionados este año por una decena de diputados para fines que van desde la reparación de la planta física de una iglesia en Sabana Sur, San José, hasta la instalación de cámaras de vigilancia en San Rafael de Heredia.

Según el diputado liberacionista Víctor Hugo Víquez, el problema es herencia del sistema imperante en el pasado. Las comunidades –explica– creen que la ejecución de obras es responsabilidad de los legisladores. “Quedó esa mala práctica de pedir a los diputados que ayuden”.

La “mala práctica”, como es evidente, perdurará mientras produzca resultados. A su longevidad contribuye la disposición de los legisladores de atribuirse el mérito de la inversión estatal. Un boletín de prensa de la fracción liberacionista da cuenta de la inauguración de las obras en la iglesia de Sabana Sur y el agradecimiento demostrado por los feligreses al diputado Óscar Alfaro.

El sistema también se alimenta de la propensión de los legisladores a comparecer ante sus electores como funcionarios capaces de resolver sus problemas mediante la inversión de recursos públicos. El mismo boletín señala que la obra en la iglesia “(') representó una inversión de 5 millones de colones y forma parte de los proyectos que se realizan desde el despacho del diputado Alfaro Zamora para apoyar las necesidades de San José, que son su prioridad”.

Si la oficina del legislador sustituye los despachos encargados de planificar el gasto y dirigirlo según criterios técnicos, no es de extrañar la percepción comunal aludida en la queja del diputado Víquez. Las comunidades creen que los legisladores son responsables de ejecutar obras porque ellos mismos alimentan esa impresión y así sobrevive la “mala práctica” de pedirles ayuda. Luego, como dice el diputado Víquez, ellos se encargan de “presionar y presionar hasta que saquen los dineros”.