Transparencia en el Poder Judicial

La Corte cumple dos meses de estar acéfala, y poco se sabe del proceso de sustitución del presidente

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La Corte Suprema de Justicia encara un inesperado momento de transformación. El fallecimiento del Dr. Luis Paulino Mora dejó vacante la presidencia del Poder Judicial y una plaza en la Sala Constitucional, donde el retiro de la magistrada Ana Virginia Calzada crea la necesidad de otra sustitución. Dos de los siete magistrados de la Sala IV serán nuevos y también la presidencia, hasta ahora ejercida por la magistrada Calzada.

Los nombramientos en la Sala Constitucional son responsabilidad de la Asamblea Legislativa, donde los procesos no siempre son transparentes, pero, al fin de cuentas, se hacen notar. En cambio, la elección del presidente del Poder Judicial es una decisión de la Corte Plena, integrada por todos los magistrados. Es un círculo cerrado donde la tentación del secretismo encuentra terreno fértil.

Es una tentación peligrosa. La legitimidad del Poder Judicial descansa, a fin de cuentas, en la confianza de los ciudadanos. Como bien escribió el magistrado estadounidense William Joseph Brennan en el caso Nebraska Press Association vs. Stuart (427 U.S. 539), “El secreto de la acción judicial solo puede fomentar ignorancia y desconfianza de las cortes y sospechas sobre la competencia e imparcialidad de los jueces. La información firme y robusta, la crítica y el debate pueden contribuir al entendimiento público de la majestad de la ley y a la comprensión del funcionamiento de todo el sistema de justicia penal, así como a mejorar la calidad del sistema mediante su sujeción el efecto higiénico de la exposición y rendición de cuentas en público”.

Brennan, acorde con el caso objeto de la sentencia, se refería a las bondades del escrutinio público de la justicia penal. Con más razón es deseable la transparencia en materia de administración y gobierno del Poder Judicial, especialmente en un país como el nuestro, donde la Corte Suprema de Justicia no se ha eximido del influjo de la política partidaria ni de las maniobras de estilo en ese ámbito del quehacer nacional.

La Corte cumple dos meses de estar acéfala y poco se sabe del proceso de sustitución del presidente. Hubo un planteamiento inicial para conducir la escogencia y luego una propuesta para descartarlo, y llamar a un periodo de reflexión cuya prolongación en el tiempo creó incertidumbre. En dos ocasiones, los magistrados se abstuvieron de votar una moción para fijar fecha. Ayer, finalmente decidieron hacer la escogencia el 6 de mayo. No hay más explicaciones. En todo prevalece el silencio criticado por Brennan, apto para cultivar especulaciones y sospechas.

En ningún caso extraña tanto esa discreción como en el de la Sala Tercera. Un comunicado anuncia que el 26 de abril se pondrá en juego la presidencia del órgano, cuya importancia rivaliza con la de la Sala Constitucional. Es la máxima instancia de la justicia penal, y de ella dependen aspectos fundamentales de la política criminal. Sus magistrados dirimen, además, asuntos de importante repercusión política, como casos de corrupción en la función pública y solicitudes de levantamiento de la inmunidad a los miembros de los supremos poderes.

La eventual sustitución del presidente iría a contrapelo de una tradición rara vez inobservada. Por eso se impondría una explicación. El país tiene derecho a saber por qué José Manuel Arroyo, magistrado presidente, no debe seguir en el cargo, si esa fuera la decisión. Sin la explícita mención de las razones, la especulación sería inevitable, con grave daño para la Sala y sus integrantes.

Una transparente exposición de los motivos que pesan en los magistrados de la Sala Tercera para abandonar la tradición o mantenerla, despejará cualquier duda. El país no debe ser llevado a la especulación sobre la correspondencia de la decisión, necesita legítimas razones del Gobierno y la Administración.

En ausencia de explicaciones, nada evitaría la vinculación del cese del presidente en el cargo con su ejecutoria como juez. En este último caso, estaríamos ante una reedición del affaire Fernando Cruz, donde el papel de los diputados promotores de la no reelección lo desempeñarían los magistrados de la Sala Tercera.

En juego está la independencia del Poder Judicial o, cuando menos, la percepción social de esa independencia. Ningún magistrado puede renunciar a proteger tan alto valor, y la mejor forma de hacerlo es la transparencia.

La voz autorizada del magistrado Carlos Chinchilla adelantó que Arroyo “tiene todos los atestados para seguir” y lo elogió como “buen jurista”. En nueve años de presidir la Sala, el magistrado impulsó la creación de los tribunales de flagrancia, la adaptación del país a la exigencia de la Corte Interamericana de crear la segunda instancia, la adopción de la oralidad y la modernización de los despachos. La tarea no ha concluido, pero no debe ser abandonada, en particular porque no existe un planteamiento alternativo, suficientemente discutido para acreditar sus méritos frente al existente.

A diferencia de la recomposición de la Sala Constitucional y la sustitución del presidente de la Corte, la posible transformación de la Sala Tercera no viene impuesta por ley. Es completamente volitiva y sería contradictoria con la práctica habitual. Debe haber poderosas razones para el eventual cambio, más allá de diferencias de criterio, ambiciones personales o el socorrido argumento del “fin de un ciclo” o la conveniencia de “sangre nueva”. El país tiene derecho a saberlas, si las hay.