Restablecer la confianza pública

La confesión de Julian Messent sobre sobornos pagados en Costa Rica, abre una ventana desde donde contemplar la gravedad del fenómeno de la corrupción

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Julian Messent dejó su lucrativo cargo de director ejecutivo en la reaseguradora inglesa PWS, acusado de sobornar a funcionarios costarricenses para obtener un contrato con el Instituto Nacional de Seguros (INS). En solo uno de los años de vigencia, el negocio implicó pagos por $13 millones a la empresa reaseguradora. Ahora, Messent encara a la Justicia de su país. La sentencia no se hará esperar, porque el exejecutivo aceptó su responsabilidad en los hechos.

La pérdida de su empleo, el descarrilamiento de su carrera y la probable condenatoria, hacen de Messent un testigo de excepcional credibilidad. Es difícil imaginarlo mintiendo a sabiendas de las graves consecuencias personales del proceder confesado.

Con esas credenciales, la declaración de Messent ofrece a los costarricenses una ventanilla desde donde contemplar el funcionamiento de la corrupción en el país. Es una rara oportunidad. Para nuestro infortunio colectivo, los casos ventilados ante la opinión pública y los tribunales son rara avis y apenas permiten adivinar la existencia de otros, mejor disimulados.

Según el testimonio de Messent, el negocio estaba bien armado. El Instituto Costarricense de Electricidad (ICE) necesitaba una póliza para asegurar sus cuantiosos activos. El INS suscribió la póliza y buscó una empresa reaseguradora para compartir el riesgo. PWS obtuvo el contrato a cambio de $2 millones, pagados en 41 cuotas, entre 1999 y el 2002, a funcionarios costarricenses ubicados en “una posición ideal” para decidir al proveedor del servicio. El dinero, dijo, salió de un sobreprecio del reaseguro, acordado con el específico propósito de pagar la dádiva.

Los funcionarios recibieron el dinero mediante cuentas bancarias en Panamá y Estados Unidos, dijo Hodge Malek, de la Oficina de Fraudes Graves de Londres. Según Messent, la corrupción no tuvo su origen en Londres. Son nuestros funcionarios quienes habrían solicitado el dinero.

El derecho costarricense exige probar la culpabilidad de cualquier imputado más allá de toda duda. Para hacerlo, difícilmente baste un testimonio. Les cobija la presunción de inocencia y tendrán derecho a la defensa. Por lo pronto, son graves los indicios de un acto de corrupción y los responsables, una vez determinados, solo merecerán repudio y castigo.

No puede haber perdón, sentencias ligeras o casa por cárcel. Ellos y quienes les hayan ayudado deben sentir sobre los hombros todo el peso de la ley y el rechazo de la sociedad traicionada. El perdón, altísima virtud cristiana, es para que lo ejerza el individuo, pero un Estado que por nombramiento o elección concede el privilegio del servicio público a un ciudadano, no debe darle tregua cuando compruebe semejante deslealtad.

En juego están los bienes sustraídos, pero son lo de menos. El daño más grave se le hizo a la confianza del público en sus funcionarios e instituciones y toca al Poder Judicial repararlo mediante un castigo ejemplarizante, apto para despejar cualquier sospecha de trato privilegiado. El negociado, si llega a comprobarse a satisfacción de los jueces, exigió premeditación. No se trataría de un “error”, como en ocasiones se califica al delito cometido bajo impulso momentáneo o en circunstancias atenuantes.

La labor del Ministerio Público debe ser oportuna, tenaz y cuidadosa, porque el caso es complejo y los fiscales no deben descuidar ningún detalle que abra las puertas a la defensa técnica sobre la base de un error. Entre las labores confiadas a la Fiscalía, una de las más delicadas es restablecer la confianza pública en la institucionalidad, y luego de la confesión de Messent, el compromiso de impedir la impunidad es tanto más severo.