Reconstrucción a paso desesperante

Pasados más de cinco años, 65 de los 145 centros educativos dañados por el terremoto de Nicoya no han sido reconstruidos, como ocurre con otros proyectos del MEP.

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Diecisiete niños de la escuela de Santa Rita, en Nandayure, reciben clases entre las distracciones e incomodidades propias del comedor escolar, única estructura del centro educativo bien librada del terremoto de Nicoya, en el 2012. Pasados más de cinco años, la directora de la escuela nada sabe sobre la reconstrucción.

No está sola en su indignación. Sesenta y cinco de los 145 planteles dañados todavía no han sido reconstruidos. Solo 13 de ellos están en construcción. Mientras tanto, los alumnos asisten a clases en espacios inapropiados. Para evitarlo, el gobierno había emitido una declaratoria de emergencia cuando todavía se hacían sentir las réplicas del movimiento sísmico.

El decreto simplifica los procesos de contratación y el dinero está a disposición de las juntas de educación. Lleva años sin uso y, al parecer, sin un destino apto para proteger su valor y obtener rendimientos, porque una de las preocupaciones expresadas en octubre del 2016 por la auditoría interna del Ministerio de Educación Pública (MEP) son los efectos negativos de la inflación y, específicamente, el aumento en el costo de los materiales.

Si el dinero ha permanecido ocioso durante los últimos cinco años y cuatro meses, la reconstrucción de escuelas y colegios será imposible con los ¢18.000 millones presupuestados. Es incomprensible e imperdonable. Las explicaciones del MEP ahondan el desconcierto. La Dirección de Infraestructura y Equipamiento Educativo (DIEE), dicen las autoridades, hizo un inventario de daños poco después del terremoto, pero no captó los estragos causados por las réplicas, que obligaron a revisar el presupuesto. Si aceptamos la lógica de esa justificación, el Ministerio logró hacer una valoración de daños y un cálculo de costos de reparación en un plazo razonable, pero no pudo repetir la hazaña cuando las réplicas agravaron las necesidades.

La auditoría interna, menos interesada en justificar los atrasos, simplemente señala la “lentitud e ineficiencia operativa del proyecto” como responsable de la rescisión de los contratos adjudicados a empresas cuya paciencia se agotó, por lo cual los centros educativos no se construyen, con serias consecuencias para los alumnos.

La situación de los centros educativos afectados por el terremoto no debe extrañarnos. En marzo dimos cuenta de que una de cada diez escuelas tenía pendientes órdenes sanitarias del Ministerio de Salud para resolver importantes deficiencias de infraestructura, muchas de ellas peligrosas, como el deterioro de edificios al punto de posibles desprendimientos de materiales, el mal estado de los sanitarios, cableado eléctrico expuesto y deficiencias en la evacuación de aguas servidas y negras.

En esa oportunidad, la Dirección de Infraestructura y Equipamiento Educativo aceptó la existencia de ineficiencias en su modelo operativo, señaló la incapacidad de las juntas de educación para gestionar arreglos menores y admitió atrasos de “meses y años”, corroborados una vez más por la situación de Guanacaste.

De la mano con la ineficacia del decreto de emergencia publicado para enfrentar el terremoto, el fideicomiso creado en marzo del 2013, con un crédito de ¢85.000 millones del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), todavía está lejos de construir los 77 centros educativos y 24 canchas deportivas prometidas cuando se acordó el financiamiento.

Los cálculos más optimistas, solo hallados en las filas del propio Ministerio de Educación, estiman posible alcanzar las metas antes del vencimiento del fideicomiso en julio de este año. Hay razones para dudar, pero, aun en ese caso, la ejecución del proyecto habrá tardado cinco años. El problema, como lo demuestran estos casos, no está en la fijación de prioridades, dictada por la realidad, ni en la falta de financiamiento. Sin embargo, es grave al punto de impedir la solución de necesidades tan urgentes.