Pugna en Washington

Los republicanos deben evitar la tentación aislacionista

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El impulso de la nueva mayoría republicana en el Capitolio se ha extendido a la política exterior de Estados Unidos. Como parte de una serie de iniciativas dirigidas a reducir el gasto público, los impuestos y el tamaño del Gobierno, la Casa de Representantes debate actualmente un proyecto de ley que recortaría ciertas asignaciones de asistencia externa, refundiría varias entidades oficiales en el Departamento de Estado y condicionaría los futuros desembolsos bajo diversos programas internacionales del Ejecutivo. El plan republicano, de inconveniente carácter aislacionista y con probabilidades de ser aprobado en ambas Cámaras, es rechazado enfáticamente por el presidente Bill Clinton y promete vetarlo por considerar que ata sus manos en el ámbito diplomático. La respuesta de los promotores es que se trata únicamente del ejercicio de las prerrogativas legales del Congreso.

La Constitución norteamericana establece la primacía del Presidente en la conducción de la política mundial. Sin embargo, el mismo texto atribuye al Congreso facultades, las cuales se extienden desde la potestad hacendaria hasta la ratificación de ciertos nombramientos y de los tratados internacionales, que le permiten actuar en asuntos externos. De hecho, el protagonismo legislativo en la conducta global de Estados Unidos ha sido manifiesto desde los inicios de la Unión y buena parte de la labor de la Casa Blanca consiste, todavía hoy, en obtener el apoyo del Capitolio para sus planes y no solo los internacionales. Desde luego, esporádicamente surgen serios diferendos entre ambos poderes. No en pocas ocasiones los presidentes debieron movilizar a la opinión pública para allanar la resistencia de los legisladores. En otras, el desacuerdo ha provocado acciones judiciales. De cualquier forma, el problema de quién decide la política exterior no es realmente materia de tribunales, sino político y deriva de la dinámica de frenos y contrapesos institucionales de la democracia norteamericana.

El panorama se complica debido a las particularidades del sistema político estadounidense. Sobre todo, no es dable olvidar que los representantes populares deben conciliar sus posiciones más con electores generalmente preocupados por asuntos locales o nacionales, que con el partido en el cual militan. De ahí que la línea de conducta dictada por la cúpula de la agrupación no garantice el apoyo unánime de la bancada. Tampoco lo asegura que el mandatario pertenezca al partido poseedor de una mayoría en el Capitolio. A lo largo de la historia, en especial la del presente siglo, lo que verdaderamente ha definido el éxito de una iniciativa mundial es la visión y fortaleza política del Presidente. La Liga de las Naciones de Woodrow Wilson naufragó en el Capitolio, no así los monumentales esfuerzos de Franklin Roosevelt ni los de Harry Truman. No es dable olvidar tampoco que aun Tormenta del Desierto, a pesar de su abrumador respaldo, necesitó del aval parlamentario.

En este sentido, el proyecto republicano sobre asuntos internacionales, origen de la presente pugna con la Casa Blanca, posiblemente no habría tenido tantas posibilidades de prosperar de cara a una diplomacia más acertada y coherente que la de Clinton. La debilidad del mandatario en el campo externo, más acentuada incluso que la de Jimmy Carter, ha sido notoria y motiva desconcierto dentro y fuera de Estados Unidos. La actual polémica crea aún mayor incertidumbre. Esperemos que el debate derive en lineamientos más claros y firmes, y que los republicanos --ahora que tienen mayoría parlamentaria-- no pretendan dirigir la política exterior e imponer criterios aislacionistas desde el Congreso, porque esto establecería un funesto precedente.