Ministros y pancartas

Como ciudadanos, tienen derecho a manifestarse; como funcionarios, deben ser prudentes

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El miércoles 4 de febrero, el ministro del Ambiente, Édgar Gutiérrez, se incorporó a una protesta frente a la Corte Suprema de Justicia, luego de que el Tribunal de Juicio de Limón absolviera, por errores en la investigación, a los siete acusados del homicidio del ambientalista Jairo Mora. Varios de los carteles desplegados por los manifestantes acusaban a la Fiscalía de componendas y corrupción.

El 18 de noviembre del pasado año, la ministra de Cultura, Elizabeth Fonseca, había participado en otra protesta, esta vez ante la Asamblea Legislativa, para exigir que no se recortara el presupuesto de su cartera, como parte de una serie de medidas de contención del gasto que discutían los diputados. Junto a otros funcionarios del Ministerio, se unió a un grupo de artistas y promotores culturales, en un acto público que tuvo un desenlace reprobable: la pinta de grafitis en los muros del inmueble. Para ese entonces, la ministra ya se había retirado.

Al participar en ambas manifestaciones, tanto Fonseca como Gutiérrez ejercieron sus derechos de reunión y expresión, garantizados por declaraciones y convenciones internacionales de derechos humanos, y consagrados, respectivamente, por los artículos 26 y 29 de la Constitución Política. Por tanto, como simples ciudadanos, no hay nada que reprochar a sus actos.

Ocurre, sin embargo, que ambos son ministros; es decir, altos representantes del Poder Ejecutivo. Por tanto, de ellos y de sus colegas esperamos, entre otras cosas, prudencia en sus conductas, y respeto hacia la dignidad y los ámbitos de autonomía y decisión que corresponden a los otros poderes del Estado: en el primer caso, al Judicial; en el segundo, al Legislativo. Desde esta perspectiva, su participación en ambas protestas fue inadecuada e inconveniente, y justifica la incomodidad de los representantes de los otros poderes, que se sintieron afectados.

Al participar en la manifestación ante la Asamblea, junto a otros subalternos de alto nivel, la ministra Fonseca hizo a un lado los mecanismos usuales de negociación presupuestaria y decidió activar “la calle” para presionar a los diputados. En tales circunstancias, se justificó la molestia de muchos de ellos, comenzando por Ottón Solís, presidente de la Comisión de Asuntos Hacendarios.

El caso del ministro Gutiérrez tiene dimensiones más serias. Su presencia, además de constituir, de nuevo, un intento de presión de un alto funcionario del Ejecutivo sobre el Poder Judicial, desdeñó que el caso del homicidio de Jairo Mora no está –dichosamente– cerrado, y legitimó mensajes sumamente ofensivos en contra del aparato de justicia de nuestro país, y contra la institucionalidad en general. De esta forma, también contribuyó a crispar aún más la discusión sobre un caso tan serio como el asesinato del ambientalista, que debe ser manejado con el mayor rigor posible. Su actuación no solo produjo una enérgica y fundada queja de la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, Zarela Villanueva, sino, también, del ministro de Seguridad en ese momento, Celso Gamboa.

Compartimos la inquietud de una inmensa cantidad de ciudadanos sobre lo ocurrido en el juicio por el crimen de Mora, y respecto a las dudas que el proceso sembró sobre la competencia de muchos funcionarios judiciales, algo que expresamos claramente en nuestro editorial del 28 de enero. Sin embargo, las reacciones deben valorarse cuidadosamente, sobre todo cuando se tiene una alta investidura.

Sería recomendable que, en vista de estas dos situaciones, el presidente emita directrices claras sobre la militancia pública de los ministros. No se trata de cercenar sus libertades ciudadanas, sino de modularlas en función de sus responsabilidades y jerarquía. Una cosa es manifestarse, por ejemplo, sobre causas sociales de gran amplitud y transcendencia, como el rechazo de la violencia doméstica o los derechos de las parejas del mismo sexo; otra, utilizar “la calle” para presionar a poderes independientes. Esto es lo que debe evitarse, por la salud de nuestros mecanismos institucionales.