Las amargas enseñanzas de Millicom

Triunfó el derecho y quedó expuesto el Estado

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La clausura del servicio telefónico celular de la empresa Millicom, ayer a medianoche, fue una obra de suspenso, más parecida a las últimas horas de un ajusticiado, en espera de una llamada salvadora o confirmatoria, que a una resolución jurídica de una entidad pública en un país civilizado.

Este epílogo, sin embargo, describe con bastante aproximación todo el proceso desde su nacimiento. Su nota característica fue la falta de crítica y de transparencia. Falta de crítica porque en la concesión otorgada a la empresa en 1988 se procedió sin meditar seriamente en sus efectos o su contexto jurídico, esto es, en el principio de legalidad. Y falta de transparencia porque, lejos de plantear claramente en ese momento la necesidad --real e impostergable-- de que las telecomunicaciones en Costa Rica se abran a la competencia y presentar una iniciativa de reforma constitucional en este caso, el Gobierno trató de "buscarle la comba al palo" y crear una situación antijurídica de hecho, aceptada por la compañía.

En octubre de 1993, la Sala Constitucional declaró inconstitucional la explotación de la telefonía celular de parte de una empresa privada y dio un año para que, a partir de la publicación de su resolución, se buscara una salida al asunto. El martes la Contraloría General de la República objetó el contrato de arrendamiento de los equipos de Millicom por Radiográfica Costarricense (RACSA), mediante el cual se buscó mantener en operación a la compañía. Ante la falta de marco jurídico, sus operaciones fueron suspendidas.

Sin duda se ha impuesto el principio de legalidad por partida doble: por el hecho en sí y porque, en estas decisiones, no ha mediado ni lejanamente la consideración de las sanciones económicas que Costa Rica podría sufrir: la aplicación por parte de Estados Unidos de la enmienda Hickenlooper, que podría cerrarnos la vía de los créditos multilaterales y los beneficios bilaterales.

Sin embargo, así como ha triunfado el derecho, nuevamente se ha puesto de manifiesto una de las enfermedades de nuestro sistema político: el temor a llamar las cosas por su nombre, a asumir con valentía los retos del presente, a procurar el cambio de las normas legales cuando estas se tornan inconvenientes, en lugar de tratar de eludirlas con maniobras.

En este caso se debió, desde el principio, buscar la modificación constitucional para permitir la telefonía celular privada. Una vez adquirido el paso franco constitucional, debió sacarse a concurso la contratación, como han hecho la mayoría de los países del mundo. De este modo, se hubiera respetado la ley, no se habría negociado entre bambalinas y se habría obtenido un beneficio pecuniario considerable. Pero ni el Gobierno ni los partidos quisieron "buscarse el pleito" con los sindicatos del ICE y proponer el fin del monopolio en telecomunicaciones. El resultado es que, ahora, el número de pleitos es mucho mayor y más serio:

Nos exponemos a sanciones de Estados Unidos.

El nombre de Costa Rica ha sufrido un severo golpe en los círculos de negocios internacionales.

Los sindicatos del ICE, defensores acérrimos de un monopolio ya obsoleto y perjudicial, pretenden asegurar que se mantendrá.

El Estado se expone a una reclamación de indemnización por parte de la compañía.

Miles de usuarios del servicio lo tienen suspendido.

Y todo porque, desde el principio, no se asumió el problema con franqueza y liderazgo, y posteriormente solo se le dieron largas.

La lección es amarga, pero ejemplar. Ojalá nuestros gobernantes y políticos saquen las enseñanzas del caso y busquen una salida realista, valiente y legal.