La herencia del dictador

Fidel Castro deja tras sí un régimen embalsamado y un país que colapsó atado a sus delirios

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Se introdujo en la historia proclamando ser un salvador –y pudo llegar a serlo–, pero la deja como un destructor: lo que al final fue. Fidel Castro murió el viernes a los 90 años, tras protagonizar un extendido acto de megalomanía política, control totalitario, construcción de mitos, intervencionismo global, parálisis nacional, prestidigitación simbólica, verticalismo, rigidez, simulaciones y arbitrariedad.

Fue sorprendente su capacidad de supervivencia, enorme su impacto en la Isla y fuera de ella, tenaz su obsesivo enfrentamiento a los Estados Unidos, astuta –pero también enajenante– su inserción en la esfera soviética e indudable su capacidad para actuar como un dictador perverso mientras muchos lo reverenciaban y seguían, sobre todo fuera de Cuba, como un revolucionario modelo y actuaban inspirados por su fingido ejemplo o patrocinados por su eficaz logística policial. La última y más aventajada gama de estos discípulos se llaman Hugo Chávez y Nicolás Maduro. En todos estos sentidos, su figura marcó con profundidad gran parte de la segunda mitad del siglo XX.

Pero las marcas históricas no son, necesariamente, logros; menos redención. A menudo, mientras más profundas hayan sido, más destructivas han resultado: que lo digan Hitler, Stalin, Mao o Pol Pot. Durante los 47 años que Fidel Castro controló el poder directamente y los diez que lo mantuvo atado a su sombra cada vez más moribunda, la economía cubana colapsó atada a sus delirios; la sociedad, atemorizada y controlada, cayó en un eterno y paralizante ejercicio de carencias y magra supervivencia; las libertades básicas fueron borradas con eficaces –y a menudo brutales– métodos de represión. Como si esto fuera poco, miles de cubanos fueron enviados al exterior –incluida Angola– como carne de cañón para alimentar los delirios y compromisos geopolíticos del dictador, y muchos más como parte de brigadas “solidarias” para generar dólares y pagar subsidios –como los de Venezuela hasta ahora– que permitan la supervivencia del régimen. El régimen que deja como legado semeja un cadáver embalsamado.

Los presumidos avances sociales no justifican nada de lo anterior, ni superan los de países como Costa Rica, Barbados o Uruguay, que los han generado y sostenido con respeto a la libertad y los derechos humanos. Peor aún, muchos de los programas educativos o de salud han sido correas de transmisión para la regimentación y el control político; los “logros” señalados por las estadísticas oficiales se separan de las experiencias en el terreno, y la calidad de los servicios ha colapsado al ritmo de una economía atrapada por la improductividad. Lo “social” no puede subsistir sin recursos ni separarse de lo humano, como pretende el régimen.

El saldo es lamentable. Sin embargo, lo importante, ahora, es el futuro; la gran pregunta si, desaparecida la nube envolvente del achacoso y paralizante caudillo, su heredero dinástico, el hermano Raúl, se decidirá a introducir reformas profundas en la sociedad y –sobre todo– la política. Hasta ahora no lo ha hecho; más bien, apenas ha flexibilizado lo mínimo para dar algún oxígeno a la asfixiada e improductiva economía, aunque también se han abierto espacios para mínimas libertades. Estos han sido aprovechados no solo por quienes buscan cambios reales, sino también por las nuevas generaciones, separadas en sus sensibilidades, ideas y aspiraciones de la “historia” que los marginó, y que buscan, simple y llanamente, oportunidades.

Es probable que la muerte de Fidel Castro libere atavismos paralizantes y abra el camino para cambios relevantes y constructivos. Así lo deseamos, para bien de los cubanos. Pero también es posible, aunque menos probable, que genere el endurecimiento de quienes temen que el poder se les vaya de las manos. Tampoco puede descartarse que tras la liberación psicológica que implica la desaparición de un patriarca represivo, se generen demandas ciudadanas abiertas por mayor libertad.

El viernes en la noche, al comunicar su muerte, Raúl Castro anunció que su hermano será convertido en cenizas. Puede haber muchas razones personales y hasta políticas que justifiquen la decisión. Pero tras ella se esconde también un revelador simbolismo: el de la destrucción deliberada. La Cuba floreciente, próspera y abierta que pudo haber sido si Fidel Castro hubiera mantenido sus promesas de libertad, justicia, independencia y progreso, es hoy un país arrasado por una historia que, lejos de absolverlo, como proclamó en un discurso pronunciado en 1953, lo condenará tanto como lo condena el presente.