La esperanza de Somalia

El pequeño país africano está esperanzado por la elección democrática de un líder popular

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Somalia se encuentra, una vez más, en una transición de gobiernos luego de una larga sucesión de golpes militares. Esta vez, el cambio nace de las urnas. La pequeña nación africana, cuyos diez millones de habitantes han sido víctimas constantes de regímenes autoritarios y guerras sin fin, hoy encara la posibilidad de tomar un camino democrático.

En Mogadiscio, la capital, Mohamed Abdullahi Mohamed, un popular ex primer ministro conocido como Formajo, por la palabra italiana formaggio, es decir, queso, fue juramentado como presidente el 8 de enero. En la tercera ronda de votaciones celebrada por el Parlamento, el nuevo mandatario logró derrotar a su antecesor, Hassan Sheikh Mohamud.

La votación en segundo grado, celebrada en un congreso donde convergen diversos clanes familiares, se estimó menos riesgosa que los comicios directos, bajo constante amenaza del grupo terrorista Shabab, cuyos militantes han asesinado a miles de personas en el este de África. Los diputados fueron escogidos en elecciones previas, celebradas en todas las regiones del país, con financiamiento de naciones occidentales.

La elección del presidente tuvo lugar en una base de la Fuerza Aérea, altamente fortificada, al tiempo que los ciudadanos se concentraron en las avenidas de la capital y estallaron en júbilo cuando supieron el resultado. La corrupción e ineptitud de la administración saliente se unieron a la buena imagen del ex primer ministro para desencadenar la celebración. Hubo vítores para Formajo, el vencedor incuestionable, y alabanzas para una nueva Somalia democrática, llena de oportunidades para sus ciudadanos.

Esas ilusiones están lejos de concretarse. La corruptela está profundamente arraigada y nutre una grave desconfianza. El gobierno no ha sido capaz de proveer servicios básicos y el país está a las puertas de una nueva hambruna. Los terroristas islámicos radicales de Shabab controlan grandes extensiones del territorio y si no son dueños de toda la nación es por la presencia de fuerzas militares de la Unión Africana, que los combaten desde hace años.

Somalia está necesitada de apoyo para que las ilusiones del momento no sigan el camino de las surgidas en la década de 1990, cuando fue depuesto el déspota Siad Barre. El desconsuelo no tardó en dominar las mentes y los sentimientos de las grandes mayorías cuando otros dictadores irrumpieron en la historia del país. El ciclo se ha repetido desde entonces. Alegría y dolor han sido los nortes del acongojado pueblo somalí.

¿Y la comunidad internacional? Los archivos de toda suerte de organizaciones y comités contienen torrentes de palabras y buenas intenciones. Incontables fondos han sido invertidos para combatir el hambre y las plagas. Estados Unidos y las grandes potencias, especialmente las europeas, han abierto sus billeteras, pero Somalia exige un involucramiento más estrecho, apto para apoyar el desarrollo de instituciones eficaces y, sobre todo, derrotar el terrorismo.

Invertir en la cleptocracia o permitir los retrocesos autoritarios no romperán el ciclo de sufrimiento del pueblo somalí. Más allá del verbo y los cheques bancarios, la comunidad internacional debe involucrarse para cimentar la estabilidad y revivir la confianza de los gobernados en las autoridades.

Somalia es una nación pequeña y paupérrima cuyo sufrimiento prácticamente se ha dado por descontado. No debe ser así, ante todo por razones humanitarias, pero también por motivos de seguridad internacional.