La burla debe cesar

Las sanciones establecidas contra siete alcaldes y nueve regidores en todo el país no pueden ser ejecutadas

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Largos debates legislativos y minuciosas reformas para combatir la corrupción en la función pública no han dado los frutos esperados. En alguna parte, siempre existe un portillo o una omisión para permitir la subsistencia de la impunidad y derrotar las aspiraciones de transparencia. Los más recientes ejemplos salen del autorizado despacho de la contralora general de la República, Marta Acosta, cuya frustración está a plena vista.

“Esto es una burla. Todo un desgaste para nada si no se pueden ejecutar las sanciones”, dice la funcionaria para comentar las ineficaces resoluciones emitidas contra siete alcaldes y nueve regidores en todo el país. La Contraloría siguió los procedimientos y estableció las sanciones, pero un confuso laberinto legal impide aplicarlas.

Según la contralora, la responsabilidad le corresponde al Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) como organismo encargado de emitir las credenciales de los funcionarios electos. En apoyo de su tesis, la funcionaria cita jurisprudencia del Tribunal Procesal Contencioso Administrativo y Civil de Hacienda, en cuyo criterio el TSE debe ejecutar la suspensión de credenciales por mandato legal. Ese organismo rechaza el planteamiento y señala su primacía en materia electoral. Es el máximo intérprete de la ley en ese campo y se rehúsa a seguir la jurisprudencia del Contencioso invocada por la contralora.

Es difícil aclarar tanta confusión. Lo cierto es que la bola pica en el centro y nadie corre por ella. Mientras tanto, las sanciones son ineficaces y ni siquiera tienen la publicidad necesaria para incorporarlas al debate público de cara a las próximas elecciones cantonales, como señala con vehemencia la contralora.

No hace mucho, la funcionaria lamentaba, ante la Comisión de Control de Ingreso y Gasto Público de la Asamblea Legislativa, nuevas resoluciones judiciales a cuyo tenor la imposición de sanciones solo es posible si la Contraloría logra, primero, la declaratoria de nulidad del acto cuestionado, lo cual debe hacerse en un proceso contencioso administrativo.

Declarada la nulidad, la Contraloría puede abrir un procedimiento para establecer la sanción. En el curso de ese proceso, el funcionario tiene a su alcance todos los recursos de defensa, incluida la impugnación de la sanción ante los propios jueces de lo contencioso administrativo. Según la contralora, un procedimiento completo podría tardar hasta doce años.

Ese lapso es irracional, no solo con vista en el interés social sino también en relación con el plazo de muchas de las sanciones establecidas, cuando se trata de suspensión en el ejercicio del cargo. Como referencia, baste con señalar que las sanciones inejecutables contra los siete alcaldes van de ocho a treinta días de suspensión.

En este momento, el ente contralor maneja 34 procesos contra unos 250 funcionarios, pero, por uno u otro motivo, hay razones para dudar del éxito, incluso en casos escandalosos, como la construcción de la trocha fronteriza. Nunca ha sido fácil establecer sanciones administrativas, pero las nuevas debilidades denunciadas por la contralora prácticamente tornan la tarea en un cometido imposible.

Sin embargo, la capacidad de reacción del Estado frente a los abusos cometidos en el ejercicio de la función pública es tan importante ahora como lo ha sido siempre. Las instituciones de control no deben estar desarmadas y urge una revisión plena de los mecanismos aplicables, sea para reformar las leyes, aprobar regulaciones complementarias o aclarar confusiones de efecto paralizante. La confianza depositada por los ciudadanos en las instituciones no sobrevivirá si, como dice la contralora, los mecanismos de control se constituyen en una “burla” de las más sanas aspiraciones cívicas.