Irrupción de Uber

Uber es una tecnología disruptiva para un negocio ajeno a la innovación desde hace muchos años

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El inicio de las operaciones de Uber traslada a nuestro territorio una polémica mundial. El servicio de transporte compartido no ha conseguido establecerse en ningún sitio sin enfrentar resistencia. La razón no es difícil de comprender. La regulación de los taxis en la mayor parte del mundo data de mediados del siglo pasado, cuando no es más antigua. Uber es una tecnología disruptiva para un negocio ajeno a la innovación desde hace muchos años.

La incorporación del radio o los medidores de recorrido dotaron al transporte remunerado de nuevas herramientas, sin mayor impacto sobre el modelo de negocios, casi universalmente estructurado como un servicio público de oferta limitada por la cantidad de permisos de explotación o placas. Como regula la oferta, el Estado también fija tarifas y establece requisitos, como el aseguramiento y la revisión de antecedentes de los conductores.

El sistema se presta para abusos. Sus fines sociales se ven frustrados por la inevitable acumulación de placas y subcontratación de conductores. La calidad del servicio no es óptima, en mucho debido al cautiverio del mercado. Los elegidos para prestarlo se constituyen en un gremio poderoso, capaz de ejercer presión en su propio beneficio y no siempre en el de los usuarios.

Uber aprovecha esas debilidades y los enojos acumulados para abrirse mercado con mejores precios, servicios oportunos y una plataforma tecnológica que pone al cliente en contacto con el conductor, lo identifica, permite seguir al vehículo en su ruta hacia el punto de encuentro, aplica un sistema de cobro automatizado mediante tarjeta de crédito e invita a evaluar el servicio recibido.

El negocio tradicional, aquí y en todas partes, reacciona con las medidas de siempre: presión sobre las autoridades para eliminar al competidor, entorpecimiento del tránsito y, en algunos casos, violencia, como sucedió en San José el pasado fin de semana. Esas reacciones pueden ser contraproducentes y profundizar las viejas antipatías del público.

En los condados de Broward y Palm Beach, al sur de Florida, el servicio tradicional se anotó una victoria cuando los gobiernos locales anunciaron la intención de eliminar a Uber mediante multas y decomisos. La empresa y otras similares anunciaron la decisión de retirarse de esos mercados y una avalancha de protestas de los consumidores cayó sobre los funcionarios municipales. Bajo el peso de la opinión pública, tocaron la retirada.

El alcalde de Miami-Dade, Carlos Gimenez, también abandonó la idea de eliminar el transporte compartido y declaró a The Miami Herald: “Es preciso traer a los taxistas al siglo veintiuno, en lugar de devolver a Uber al siglo veinte”. Con esas intenciones, anunció un nuevo marco de regulación para imponer reglas del juego a Uber y eliminar exigencias que crean desventajas competitivas al negocio tradicional. A cambio de la paz, Uber y Lyft, una empresa del mismo ramo, se han mostrado anuentes a aceptar regulaciones compatibles con su modelo de negocios.

En Costa Rica, la ley vigente es clara y sus alcances se restringen al negocio tradicional. El Gobierno no puede dejar de aplicarla, pero la experiencia en otras partes del mundo demuestra la dificultad de combatir el fenómeno mediante la represión. El propio Miami Herald cita al alcalde Gimenez sobre la inutilidad de los esfuerzos de sus inspectores encubiertos. Si detienen a uno de los 10.000 conductores de Uber en la zona, la compañía queda notificada de que el número de tarjeta pertenece a las autoridades y no podrá ser utilizada para hacer otra detención. Hay, además, dudas de la legalidad de procedimientos policiales de esa naturaleza.

Uber, por otra parte, plantea difíciles preguntas relacionadas con la cobertura de seguros, antecedentes de los conductores y competencia desleal. Para comenzar, la compañía no paga permisos ni otros derechos. El problema es muy complejo y exige reflexión de todos los involucrados.

Tampoco conviene caer en el error de creer que se trata de una disrupción restringida al transporte público. La “economía compartida” se manifiesta en otras áreas, como la hotelería, donde empresas como Airbnb invitan al turista a alquilar habitaciones particulares, a precios menores, sin pago de impuestos y con otras ventajas en comparación con el negocio tradicional.

Hace menos de dos décadas, el Instituto Costarricense de Electricidad intentaba proteger su monopolio de telefonía internacional y perseguía a quienes brindaban el servicio llamado call back. Poco después, cuando aparecieron ofertas como la de Skype, un diputado sugirió la posibilidad de limitar el uso de Internet para conjurar la amenaza tecnológica. Todos conocemos el resultado.