Ineficacia de las anualidades

Un aumento automático, otorgado a todos sin distinción, año con año, sin importar el desempeño y con base en un remedo de evaluación, no puede llamarse incentivo

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El diputado Ottón Solís procura reducir en ¢12.000 millones la partida del presupuesto destinada a pagar anualidades a los funcionarios públicos. La medida recortaría en un 60% los recursos destinados para ese fin y obligaría a escoger con cuidado a los beneficiarios.

Tendría, entonces, el doble efecto de reducir el gasto y premiar el buen desempeño. Es extraordinario pensar que el segundo de esos dos objetivos exija acción legislativa. Las anualidades son, en esencia, un estímulo para los mejores servidores públicos. Su buena distribución exige evaluar el desempeño y, para cumplir el objetivo esencial, solo deben recibirlas los mejores.

La función del incentivo se adulteró hace años a tal punto que el nombre perdió sentido. ¿A quién incentiva un aumento automático, otorgado a todos sin distinción, año con año, sin importar el desempeño y con base en un remedo de evaluación? Desde hace mucho, el 99% de los funcionarios recibe la calificación mínima de “bueno” y, en consecuencia, obtiene el llamado “incentivo”.

El año pasado, el diputado Solís hizo un intento idéntico, pero no tuvo éxito, aunque el Gobierno le dio la razón. La historia se repite. En nombre de la administración, el ministro a.i. de Hacienda, José Francisco Pacheco, declara su acuerdo con el “espíritu” de la propuesta del legislador, pero estima incorrecto el camino del recorte presupuestario. En el 2014, el propio presidente Luis Guillermo Solís aceptó la necesidad de reformar el sistema de incentivos, pero nada sucedió en los meses transcurridos hasta ahora.

El acuerdo en el “espíritu” parece un medio para no defender lo indefendible y, al mismo tiempo, permitir su supervivencia. Relevados de la obligación de hacer una verdadera evaluación del desempeño y distribuir la partida con justicia, los jerarcas encubren las faltas y evitan contrariar al personal.

Los mejores funcionarios reciben la misma recompensa que los indolentes. Nada premia el buen servicio ofrecido a la ciudadanía, cuya participación queda limitada a financiar, con el pago de impuestos, un sistema perverso que alguna vez se justificó como medio para mejorar el desempeño del Estado.

La evaluación del desempeño, con verdaderas consecuencias, es piedra angular de la rendición de cuentas cacareada por políticos de todos los partidos. Si los incentivos fueran fieles a su razón de ser, las quejas del usuario tendrían importancia, los servicios mejorarían y también la eficiencia del sector público. En la actualidad, sin embargo, solo se premia la permanencia en el cargo y con cada año de beneficios acumulados, esa permanencia se vuelve más atractiva. Mientras tanto, la planilla estatal crece a un ritmo insostenible y el desempeño no mejora.

El sistema va a contracorriente de las mejores prácticas, no solo estatales, sino también de la empresa privada. El Grupo Samsung, líder mundial en la industria de la electrónica, tiene 315.000 empleados y sus ingresos rondan los $250.000 millones. En cuanto al número de empleos, es comparable con el Estado costarricense.

La empresa fue fundada en 1938, siguiendo férreos patrones culturales que premiaban los años de vinculación del empleado con la compañía y no los méritos. Cuando Samsung estuvo lista para dar el salto hacia el liderazgo mundial, su alta gerencia supo que no podría hacerlo sin dejar atrás la tradición y, a partir de 1997, comenzó a premiar el desempeño de manera gradual. En la actualidad, dice un artículo de la Harvard Business Review, los mejores empleados pueden recibir hasta un 50% más de compensación.

Consciente de la importancia de promover los nuevos talentos, la compañía empezó a acortar el número de años exigidos para pasar al siguiente nivel de responsabilidad, una práctica totalmente reñida con la tradicional consideración oriental por la antigüedad.

La evaluación del desempeño, hecha con seriedad, como lo exigiría un recorte de los recursos destinados a pagar anualidades, compromete al jerarca a asumir una responsabilidad primordial e incentiva, verdaderamente, a mejorar el servicio. De paso, ahorra cuantiosos recursos al fisco. Para conseguirlo, es preciso apoyar la idea más allá del espíritu.