Impunidad policial

La necesidad de sanear la Policía de Tránsito es una convicción generalizada, construida con la suma de infinidad de experiencias de los ciudadanos

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La detención de trece agentes de la Policía de Tránsito por una sección especializada del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) para hacerlos responder por el presunto cobro de sobornos, es una buena noticia. Debería ser mala, porque pone en evidencia el grado de corrupción alcanzado, pero pocos costarricenses se darán por sorprendidos.

La necesidad de sanear la Policía de Tránsito es una convicción generalizada, construida con la suma de infinidad de experiencias de los ciudadanos. Por eso alivia saber del reto planteado por el OIJ a la impunidad, especialmente ahora que el país está a las puertas de aprobar la última versión de la ley de tránsito, con multas más severas y, por ende, mayores oportunidades para los comportamientos desviados.

Cuando se habla de la nueva ley y de la severidad de sus multas, rara vez falta quien señale la posibilidad de su empleo como medio para encarecer el tarifario de la corrupción. La desconfianza es mucha, y acciones como la ejecutada por el OIJ en Nicoya, Abangares y Cañas son la única forma de recuperarla.

La noticia, entonces, también debe ser celebrada por los oficiales de Tránsito honrados, cuyo buen nombre sufre con cada detención arbitraria y cada petición de “alguito para tomar café”.

Las detenciones son producto de denuncias planteadas por las víctimas. En total, los oficiales podrían haber participado, por aparte, en 27 delitos de concusión. Los supuestos cobros oscilan entre ¢10.000 y ¢40.000, pero según las denuncias, no falta quien reciba dólares, sobre todo de los turistas. Algunos visitantes extranjeros dicen haber sido amenazados con el retiro de sus pasaportes.

En un caso, el conductor no tenía dinero y resolvió la situación con la entrega de su celular. El aparato fue encontrado en posesión de uno de los oficiales detenidos, quien dijo haberlo obtenido de un compañero de trabajo, con el cual intercambió teléfonos.

La prueba, en ese caso, podría ser convincente. Sea el detenido o sea el compañero de trabajo, será difícil explicar por qué el celular no estaba en posesión de su dueño. Habrá, además, la identificación hecha por el testigo. En otros casos, posiblemente el delito sea más difícil de probar.

Las condenas por concusión no son tan frecuentes como deberían ser, a juzgar por lo extendido de la práctica. En ausencia de billetes marcados o detención in fraganti, las dificultades probatorias son muchas.

En el caso de los turistas, no siempre es posible, siquiera, la identificación visual del acusado porque los afectados, terminadas las vacaciones, abandonan el país.

La relación entre la impunidad y la frecuencia del delito es obvia. Más de treinta policías de Tránsito han sido detenidos en los últimos dos años, pero las condenas están por verse. Eso no demerita la gestión de la Sección Especializada de Tránsito del OIJ. Apunta, más bien, a la necesidad de flexibilizar las políticas de despido aplicables a estos funcionarios.

La pérdida de confianza, fundamentada en reiteradas acusaciones o indicios suficientes, debería bastar para el despido. Se trata de funcionarios públicos revestidos de especial autoridad. Se les permite la momentánea detención de ciudadanos en parajes alejados, donde no hay testigos ni medios de defensa. Si no son merecedores de confianza, constituyen un riesgo.

El costo de los malos comportamientos es incalculable. Perpetúan la desconfianza y la cultura de la corrupción. Tornan ineficaces las normas de tránsito, no importa cuán severas, porque disminuyen las consecuencias previstas por el legislador para la mala conducta vial. De esa forma, la corrupción aporta mucho al peligro de nuestras carreteras.

Cuando la víctima es un turista, temeroso de encontrarse en territorio desconocido y, en algún caso, amenazado con el retiro de su pasaporte u otro medio de coacción, el perjuicio repercute en una de nuestras más importantes fuentes de riqueza y empleo.

La confianza depositada en los oficiales de tránsito es demasiada como para que sus actuaciones anómalas queden en la impunidad. Lo mismo puede decirse de otras fuerzas policiales.