Hidra de corrupción

La enfermedad es grave y exige programas más amplios y visionarios

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Las violentas secuelas generadas por la captura del jefe del cartel de las drogas de Cali, Gilberto Rodríguez Orejuela, la semana pasada, constituyen un alarmante recordatorio de las extensas ramificaciones y el papel desestabilizador del narcotráfico. La víctima de este azote no es solo Colombia, aunque ahí su impacto ha sido especialmente fuerte y visible. En realidad, se trata de un peligro mundial del cual ninguna nación escapa hoy. Y sus efectos nocivos, sobre todo en la fibra moral de las sociedades a lo largo y ancho del planeta, exigen una respuesta que, desafortunadamente, todavía elude a los gobiernos y no parece asomar en el horizonte.

La historia reciente de Colombia testimonia la complejidad y los ominosos alcances de este fenómeno, visibles en los hechos cruentos de los últimos días. Poco después del arresto de Rodríguez, y los optimistas vaticinios que suscitó, una explosión en el centro de Medellín dejó un saldo de 29 muertos y centenares de heridos. Significativamente, el blanco del atentado fue el ciudadano común, los transeúntes que se dirigían a sus hogares y grupos de jóvenes congregados en un concurrido parque cuyo principal adorno, destruido por la bomba, era una escultura del artista Fernando Botero, padre del actual ministro de Defensa. La cadena terrorista prosiguió el miércoles pasado con el asesinato de un alto funcionario policial. Y las amenazas de nuevos episodios trágicos mantienen angustiado al país. Como la mitológica hidra, por cada cabeza del narcotráfico que cae surgen otras.

Diversos grupos guerrilleros se han declarado responsables de lo ocurrido, pero las autoridades creen que los autores fueron bandas criminales contratadas por comerciantes de la droga. La verdad es que, desde largo tiempo atrás, dejaron de existir líneas divisorias claras entre los núcleos insurgentes, el narcotráfico y el crimen organizado. La tenebrosa alianza nació a finales de la década de 1970, cuando los carteles de la coca irrumpieron violentamente en el panorama colombiano. Inicialmente las guerrillas izquierdistas brindaban protección militar a los productores y traficantes de drogas en las zonas rurales. Asimismo, facilitaban campos de aterrizaje clandestinos. A cambio, los terroristas recibían crecientes sumas de dinero con las cuales sufragaban sus actividades sediciosas.

Poco tiempo después, y conocedor de la importancia financiera de los carteles, Fidel Castro concertó una lucrativa fusión que transformó a las entidades terroristas y a los criminales urbanos en brazo armado del consorcio. Cuba pasó entonces a ser el principal puente para el trasiego de estupefacientes y, también por unos dólares más, La Habana devino en santuario del bajo mundo. Sin embargo, la mayor contribución de Fidel al oscuro maridaje fue dotarlo de empuje político. Tutelado por Castro, y gracias a los fondos billonarios generados por los negocios ilícitos y la intimidación a cargo de terroristas y delincuentes, el narcotráfico penetró las estructuras partidistas y estatales hasta corromper el sistema político y socavar severamente la legitimidad de los órganos judiciales y los cuerpos de policía. El funesto giro lo alentó la duplicidad de los gobiernos de la región hacia el régimen comunista cubano.

El lamentable capítulo de Colombia ha sido reeditado, en mayor o menor grado, en el globo entero. Desafortunadamente, el problema va mucho más allá del ámbito delictivo y, en consecuencia, el enfoque eminentemente policial que ha imperado resulta inefectivo. La enfermedad es grave y exige programas más amplios y visionarios que los emprendidos hasta ahora. Y si bien la cooperación internacional es importante, lo que realmente cuenta es el esfuerzo de cada país y las políticas que adopte para tal propósito, empezando por el campo educativo. Solo así sería posible enfrentar con éxito a esa maligna hidra. ?Hemos ponderado seriamente la magnitud de este desafío en Costa Rica?