El nuevo esquema de la revisión técnica

Hay consenso sobre la necesidad de romper el monopolio. Por eso el debate se centra en el grado de apertura más conveniente

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El monopolio de Riteve existe porque ya el país experimentó con un modelo abierto de revisión técnica de vehículos. Fue un desastre y todavía perdura el recuerdo de las anomalías, deficiencias y corrupción en el otorgamiento del visto bueno para la circulación de automóviles en nuestras carreteras, de por sí peligrosas sin necesidad de añadirles el tránsito de vehículos en mal estado.

La revisión es una molestia para cada conductor individual y una garantía de seguridad para la colectividad, por eso debe estar bajo control del Estado. Eso no significa que el Estado deba brindar el servicio. La empresa privada demostró, con Riteve, la capacidad para hacerlo mejor y, en este aspecto, no hay razones para variar el modelo: la revisión técnica debe permanecer en manos de la empresa privada, bajo cuidadoso escrutinio de las autoridades.

Empero, la corrección de las deficiencias del sistema de libre participación fue extrema, lo cual testimonia el caos en que estuvimos sumidos cuando una pléyade de talleres tuvo autorización para emitir el visto bueno. Tanto fue el desorden y la impaciencia por rectificar que lo hicimos mediante la concentración del servicio en una sola empresa. Del caos pasamos al monopolio.

A punto de vencer los plazos del contrato de Riteve –en junio del 2012– la Asamblea Legislativa está decidida a poner fin al monopolio. En eso hay consenso y el debate se centra en el grado de apertura más conveniente. El Ministerio de Obras Públicas y Transportes propone un máximo de tres empresas encargadas de brindar el servicio y escogidas mediante licitación. Una importante corriente de diputados se pronuncia por un esquema abierto a cualquier interesado capaz de demostrar que posee los equipos y otras condiciones necesarias para brindar el servicio.

Bien planteada, la discusión no debería convertirse en una confrontación ideológica entre corrientes aperturistas y centralizadoras, ni tampoco en causa dogmática de grupos inclinados a democratizar un negocio de ¢10.000 millones anuales. El problema es de seguridad y control.

La dispersión de los beneficios del negocio, a costas de la seguridad, es inaceptable y los mecanismos del libre mercado encuentran su límite en presencia de poderosos incentivos para escoger el peor de los servicios. La competencia, aun por precio y rapidez en la prestación, pierde toda eficacia cuando el propietario de un vehículo en malas condiciones se ve en la disyuntiva de no circular, invertir una suma importante en las reparaciones necesarias o asumir el costo adicional y relativamente modesto de una coima. En ese caso, tan frecuente en el pasado, la ventaja competitiva pertenece a quien esté dispuesto a aceptar el soborno o, simplemente, revisar a la ligera.

Ese es el talón de Aquiles del sistema de participación abierta y sus proponentes lo saben. Por eso ofrecen, como prueba de buena voluntad, el deseo de un buen proceso de selección y supervisión. No hay motivo para dudar de las buenas intenciones, pero la experiencia demuestra la habilidad y ubicuidad de los menos inclinados a cumplir sus obligaciones.

Tratándose de un tema de seguridad, la pregunta más pertinente es si las instituciones del Estado están en capacidad de ejercer control sobre una revisión técnica dispersa, en manos de múltiples participantes. El propio ministro del ramo no parece confiar en esa capacidad y propone romper el monopolio sin renunciar a la posibilidad de ejercer supervisión sobre un número reducido de firmas, escogidas mediante licitación. Riteve podría ser una de ellas, si cumple los requisitos y gana. En eso no hay pecado. Lo importante es revivir la competencia sin caer, de nuevo, en el desorden.