El informe de los cien días

El presidente fue parco en la propuesta de medidas concretas para incrementar la eficiencia y la buena administración

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El discurso de los cien días del presidente, Luis Guillermo Solís, creó expectativas que solo en parte se vieron satisfechas. No cabía duda de la intención de denunciar actos de corrupción y despilfarro, pero se esperaba, también, la definición del curso a seguir frente a los problemas más urgentes del país. En ese capítulo, muchas interrogantes siguen pendientes de respuesta.

En buena hora expuso el presidente las falencias del Estado, comenzando por la corrupción, sin dejar de lado la inoperancia y el gasto injustificado. Muchas de las denuncias concretas ya eran de conocimiento público y en pocos casos señaló el mandatario a los responsables. En su mayoría, las situaciones expuestas palidecen frente a los grandes escándalos que el país ha atestiguado en los últimos años. El propio mandatario les adjudicó a los incidentes el carácter de “anécdotas”, en comparación con el panorama más amplio del Estado. Sin embargo, la suma de incidentes retrata la extensión y ubicuidad del fenómeno.

La enunciación de casos concretos en tantas y tan distintas instituciones implica, también, el compromiso presidencial de enfrentar el problema donde se manifieste, incluso con ropajes que lo hacen menos obvio, como el abuso del pago de horas extras o la designación de jefaturas carentes de subalternos, es decir, innecesarias y destinadas a crear las condiciones para favorecer a determinados funcionarios con un salario alto.

El mandatario identificó otras situaciones donde ni siquiera existe el mínimo pudor conducente al disimulo, pero la mayor parte de las denuncias se refiere a la reconocida incapacidad administrativa del Estado costarricense. La falta de pago de días feriados en el Ministerio de Seguridad Pública, la mala inversión del gasto social en provecho de quienes no necesitan la ayuda, el trabajo sin inventarios, auditorías o presupuestos y las crecientes pérdidas de Racsa, por ejemplo, demuestran mala gestión, más que corrupción propiamente dicha.

No es que la mala gestión deje de crear oportunidades para la corrupción, pero no son lo mismo. Identificar la diferencia conduce a plantear la solución adecuada en cada caso. En este punto, el presidente fue parco en la propuesta de medidas concretas para incrementar la eficiencia y la buena administración. Los grandes temas nacionales relacionados con la buena gestión, como el examen del Régimen de Servicio Civil y los sistemas de evaluación del desempeño en la función pública, no figuraron con suficiente detalle en el informe.

Propuso el presidente ampliar la rendición de cuentas y la responsabilidad política en la función pública. La utilidad de hacerlo no admite discusión, pero la explicación de las falencias del Estado no se centra, exclusivamente, en los niveles superiores de la conducción política, sino también en la burocracia misma. Así, el discurso de los cien días tuvo más de inventario de irregularidades que de propuestas para solucionarlas, salvo enunciados muy generales.

Quizá, después de todo, de eso se trataba el ejercicio. Mediante el listado de anomalías y frustraciones, el presidente logró conectar con las inquietudes y desasosiegos de gran número de ciudadanos, tan molestos con la corrupción y la ineficiencia como acostumbrados a enfrentarla cuando entran en contacto con el Estado, sea en las instituciones de servicio o en los ministerios y despachos administrativos.

El mandatario consiguió así el importante objetivo político de ganar tiempo para su administración, hasta el jueves víctima de una lenta erosión a ojos de la opinión pública, que todavía la ve con buenos ojos, pero empieza a plantear cuestionamientos, algunos producto del difícil cumplimiento de las promesas de campaña y otros surgidos de las contradicciones manifiestas en los primeros cien días.