El flagelo de las barras libres

En algunos aspectos, los comerciantes del desenfreno conocen a los jóvenes mejor que sus progenitores y saben sacar provecho de esa ventaja

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La invitación no puede ser más explícita, ni el público meta puede estar mejor definido. Los bien diseñados afiches convidan a colegiales a “pegarse la mica” para celebrar la salida a vacaciones. Cualquier otro pretexto también sirve para convocar a la fiesta, cuyo principal impulso es el afán de lucro. Por ¢6.000 el colegial consigue el ingreso a tres bares, transporte en un autobús donde los organizadores sirven “shots” (tragos sin mezclar) y desayuno a las 4 de la madrugada.

Según la policía, los criminales aprovechan estas oportunidades para la explotación sexual y el reclutamiento de jóvenes, sea para vender drogas o consumirlas. El escenario es dantesco: una pesadilla para cualquier padre de familia. Sin embargo, no podría suceder sin el concurso de los padres, sea por comisión u omisión.

La falta de vigilancia y sana imposición de límites deja a los jóvenes al garete, presa fácil de las “barras libres” diseñadas con ellos en mente. En algunos aspectos, los comerciantes del desenfreno conocen a los jóvenes mejor que sus progenitores y saben sacar provecho de esa ventaja.

Los avisos circulan por Internet. Hacen uso de las páginas sociales, en especial Facebook, para diseminar la información con rapidez. Si algún joven interesado no recibe la invitación directamente, siempre habrá un amigo preocupado por alertarlo sobre la actividad.

El reto para los padres no es pequeño, pero el bienestar de los hijos exige redoblar esfuerzos. El reportaje publicado por este diario el domingo invalida las excusas y llama a abrir los ojos. Ningún hogar debe confiar en las apariencias o considerarse exento del flagelo. Más difícil de comprender es la existencia de padres dispuestos a hacer la vista gorda para permitir a sus hijos la organización de barras libres en la vivienda familiar o en quintas de recreo. Son los menos, pero su participación es complicidad en un verdadero crimen contra sus hijos y otros jóvenes, amigos o compañeros de colegio.

Las barras libres se celebran con mayor o menor sofisticación, o sea, en viviendas y fincas privadas o en bares, bodegas y otros espacios. Los clientes más codiciados son alumnos de colegios particulares, a partir del sétimo grado. Entre ellos se encuentra la capacidad adquisitiva necesaria para pagar entre ¢5.000 y ¢20.000 por una noche de diversión, con toda la cerveza que puedan consumir. Para maximizar las ganancias, los organizadores confían en la baja tolerancia de los menores y su pronta intoxicación. Así, la borrachera rápida y total está incorporada al modelo de negocio, tanto como a las infortunadas aspiraciones de los chiquillos.

Los organizadores son, con frecuencia, jóvenes con espíritu empresarial mal orientado. Incursionan en la actividad como quien hace una travesura, en busca de diversión y dinero fácil. Con el tiempo, algunos escarmientan, como el veinteañero en cuyo “mica tour” la policía detuvo a nueve menores por uso de documentos falsos y distribución de drogas, así como a cuatro adultos acusados de poseer estupefacientes para la venta. Desde entonces, el joven organizador dice haberse retirado del negocio, pero reconoce la existencia al menos de 30 personas dedicadas a la actividad.

La policía ha comenzado a interesarse por el fenómeno clandestino. No es fácil combatirlo cuando la promoción se hace entre grupos reducidos, y la barra libre se celebra en un recinto privado. En ocasiones, los organizadores adoptan otras medidas de “seguridad”, como la convocatoria a un sitio público donde los jóvenes abordan el autobús sin conocer de previo el destino. Así se evitan fugas de información capaces de poner en peligro el negocio, pero se incrementan los riesgos asumidos por los asistentes.

Sin embargo, la intervención policial en sitios abiertos al público es un buen comienzo, así como la infiltración de agentes encubiertos en los círculos dedicados al negocio. La policía hace un llamado a los padres de familia para que denuncien la celebración de “barras libres” cuando tomen conocimiento de ellas. Compartir la información con las autoridades es una obligación moral derivada del compromiso de todos con la juventud costarricense, hoy necesitada de defensa.