El día después

El viernes 13 el mundo observó atónito los extremos de una secuencia barbárica que la humanidad repudia al unísono

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La tragedia perpetrada por radicales islámicos en París, la noche del viernes 13 de noviembre, ha quedado registrada en la historia como uno de los capítulos más cruentos y desalmados del incesante asalto contra la integridad humana que se esparce por todo el mapa de la Tierra.

El mundo observó atónito los extremos de una secuencia barbárica que la humanidad repudia al unísono. El dolor de Francia era, asimismo, nuestro. El sentimiento es genuino y compartido por el ámbito civilizado del planeta. Sin embargo, no tardó mucho en reaparecer el legado de conflictos que plaga al mundo y dificulta concertar acciones para combatir al terrorismo.

Y llegó así el día después. La amarga experiencia de las horas previas perdura, aunque no con la intensidad de los momentos horripilantes del día anterior. Igual sucede con la solidaridad jurada entre las principales potencias globales. La amistad empeñada en el momento de las lágrimas empezó a desvanecerse ante la gama de intereses nacionales encontrados.

El presidente francés, François Hollande, invitó a los líderes de Estados Unidos y Rusia a encabezar, junto con él, una alianza estratégica para rescatar al mundo del terrorismo. Pero, al parecer, el ideal frente común exigirá un esfuerzo muy superior. Por eso el mandatario francés ha debido planear una gira a Washington y Moscú esta semana para intentar darle cuerpo y vida a la criatura.

Entre tanto, el terrorismo continúa su marcha imperturbable. En Malí, un hotel y sus turistas fueron secuestrados por una filial de Al Qaeda. El Estado Islámico (EI), como preludio a los ataques de París, había protagonizado matanzas en Beirut y Ankara, así como el derribamiento de un avión ruso sobre el Sinaí. Israel debió encarar por enésima vez a los seguidores de Bin Laden y otros líderes terroristas, y una madeja de adeptos de un predicador iraquí, promotor del odio islámico, movilizó a Italia, Gran Bretaña, Noruega y Finlandia para arrestar a una larga lista de radicales.

Al mismo tiempo, en diferentes latitudes, el presidente norteamericano Barack Obama dibujó los límites a su voluntad de la negociación reiterando un no rotundo a la supervivencia política del déspota sirio Bashar al Asad, protegido del mandatario ruso Vladimir Putin y de los clérigos iraníes. Hasta ahora, la intervención militar rusa se ha dirigido más contra los opositores internos de Asad que contra las fuerzas del EI.

Las diferencias sobre el régimen de Damasco son apenas el preámbulo de los obstáculos para un acuerdo de acción conjunta. Sin embargo, más allá de las dudas y los celos entre gobiernos y líderes, persiste y crece un reto a la civilización que demanda la atención de todos.

El esfuerzo exige la participación de grandes protagonistas de la geopolítica del Medio Oriente, con intereses dispares, pero todos enemistados con el Estado Islámico. Temerosa de una insurrección de sus propios radicales, Arabia Saudita se ha comprometido a apoyar la lucha. Jordania ha lanzado bombardeos contra los militantes del EI para asegurar sus fronteras y minimizar el peligro de antemano. Irán, la potencia chiita, está enemistado de manera irreconciliable con el EI hasta el punto de conversar con sus rivales sauditas y volver la vista ante las acciones de Estados Unidos en Irak, cuyas fuerzas están enfrentadas con el enemigo común en los campos de batalla. Turquía, celosa de sus fronteras con Siria e Irak, las está reforzando.

Pero el recelo entre esos países es tan fuerte como el enemigo común, y plantea retos tan formidables como los que intenta enfrentar Hollande con sus visitas a Washington y Moscú. Un acuerdo de acción conjunta para erradicar la amenaza no debe limitarse a la acción armada. Tampoco a recopilar listas de sospechosos y remitirlos a prisión. La gran tarea también exige coordinar iniciativas en el campo de las ideas, para que las nuevas generaciones dejen de nutrir las filas del terrorismo.