El debate del narcotráfico

América Latina perfila una posición cada vez más clara sobre el rumbo a seguir frente al flagelo de las drogas

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La prolongada lucha contra el narcotráfico presume de pocas victorias a cambio de su escalofriante costo en vidas y recursos financieros. Es hora de repensar la estrategia, y todo planteamiento sensato debe partir del reconocimiento del carácter dual del problema. Distinguir entre la adicción y el tráfico es distinguir entre un tema de salud pública y otro de política criminal. La diferencia parece obvia, pero pocos países la reconocen en sus leyes.

En algunos, la distinción no existe. En otros, apenas se esboza mediante la incorporación de atenuantes para los sujetos sorprendidos con pequeñas cantidades de droga, cuyo monto haga presumir la posesión para consumo propio. Pocos, como Portugal, mantienen la política de reprimir el narcotráfico, pero despenalizan el consumo y la posesión para uso personal.

La Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia, encabezada por los expresidentes César Gaviria, de Colombia, Fernando Henrique Cardoso, de Brasil, y Ernesto Zedillo, de México, es el proponente más destacado, de este lado del Atlántico, de una política de despenalización del consumo y represión del tráfico. En palabras de la Comisión, es necesario cambiar el estatus de los adictos para que pasen de compradores en el mercado ilegal a pacientes del sistema público de salud. Al mismo tiempo, los Gobiernos no deben cejar en el combate del crimen organizado.

La política represiva, por sí sola, está condenada al fracaso. Un replanteamiento de la reacción estatal en línea con las conclusiones de la Comisión impediría a los narcotraficantes el disfrute del mercado cautivo conformado por los adictos, disminuiría las ganancias del trasiego ilícito, ofrecería oportunidades de tratamiento a los consumidores y descongestionaría las cárceles, en muchos países abarrotadas de adictos inofensivos.

La idea cobra fuerza en América Latina, como se desprende de declaraciones vertidas por los mandatarios reunidos esta semana en Cartagena, Colombia, para la Cumbre de Tuxtla. Sin embargo, el replanteamiento del tema choca contra la corriente prohibicionista predominante en los Estados Unidos, principal mercado del narcotráfico en nuestro continente. El debate crece en intensidad y los mandatarios reunidos en Cartagena no fueron parcos en la crítica de las inconsistencias estadounidenses.

El estado de California, la octava economía del mundo, legalizó el uso de la marihuana para fines médicos y sus ciudadanos están a punto de votar una aceptación más amplia de esa droga, pero la legislación federal reprime su uso con singular furia. En el 2007, cuatro quintas partes de 1.841.200 arrestos por violación de las leyes antinarcóticos se debieron a la simple posesión y no al tráfico. Casi la mitad de esos casos involucraban la marihuana.

“Me pregunto si la octava economía del mundo, que promueve con tanto éxito su tecnología de punta, sus películas y sus buenos vinos, va a permitir la importación de marihuana a su llamativo mercado”, declaró con ironía el presidente colombiano Juan Manuel Santos. La presidenta Laura Chinchilla también destacó la contradicción entre la legalización californiana y los llamados de Washington a colaborar contra el tráfico ilícito.

Felipe Calderón, presidente del sufrido México, puso el dedo en otra llaga cuando exhortó a Estados Unidos a intensificar esfuerzos contra el lavado de dinero y el tráfico de armas. “En cuatro años, el Gobierno federal decomisó casi 90.000 armas; 50.000 de ellas son rifles de asalto. El 90% de las armas susceptibles de rastreo son vendidas en los Estados Unidos”. En México, la guerra contra el narcotráfico ha costado unas 27.000 vidas en cuatro años, es decir, más de cinco veces las pérdidas sufridas por los Estados Unidos en Iraq y una cifra no tan lejana de las muertes causadas a las fuerzas de ese país durante la guerra de Vietnam.

El estrecho margen de maniobra concedido por las condiciones políticas de los Estados Unidos no le ha impedido a la administración del presidente Barak Obama mostrar sensibilidad frente a los señalamientos latinoamericanos. Durante su visita a México, la secretaria de Estado, Hillary Clinton, admitió que su país es parte integral del problema. El hecho es obvio, pero nunca había sido afirmado con franqueza por las autoridades estadounidenses.

“Nuestra insaciable demanda de drogas ilegales impulsa el narcotráfico”, dijo Clinton. “Nuestra incapacidad de evitar el contrabando de armas a través de la frontera, para armar a esos criminales, causa la muerte de soldados, policías y civiles” mexicanos, añadió.

Ese reconocimiento de la realidad y la nueva concepción del problema en América Latina abren la puerta a un debate esencial. Las medidas liberalizadoras de California avivan la discusión y los frustrantes resultados de las políticas exclusivamente represivas le añaden fuerza. Es el comienzo de una reflexión que ya no puede ser pospuesta.