Editorial: Una tregua arrocera

Lejos de sumarse a la empresa de apoyar al gobierno en sus esfuerzos por mitigar los efectos de la pandemia, el MEIC mantendrá el precio del arroz en ¢608 el kilo.

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El mundo confronta momentos difíciles. Las medidas destinadas a salvar a cuantas personas sea posible tienen un costo social y económico muy elevado. Cientos de miles de costarricenses necesitan ayuda y, de no brindársela, la covid-19 no será la causante de los más grandes daños, sino la pobreza.

Conscientes de esta realidad, no deja de sorprender la indiferencia del Ministerio de Economía, Industria y Comercio (MEIC), que, lejos de sumarse a la empresa de apoyar al gobierno en sus esfuerzos por mitigar los efectos de la pandemia, tomó la decisión de mantener el precio del arroz en ¢608 el kilo cuando más urgidas están las familias del abaratamiento de los alimentos básicos. Sobra recordar el pago de un histórico sobreprecio calculado en un 40 %.

Si la prohibición a la libre importación y el control de precios ha sido desde décadas un expolio para el consumidor, particularmente para los pertenecientes a los hogares de menos recursos, el oligopolio del arroz nunca se manifestó de forma tan ominosa como en la actual coyuntura.

Los arroceros, a lo largo de siete décadas, han recibido estímulos económicos del Estado, pagados por los consumidores —en particular los más pobres—, con el declarado objetivo de alcanzar la autosuficiencia, mas lo único logrado hasta ahora es la concentración de las ganancias en las cuentas de unos pocos, en detrimento del resto de la población.

No obstante gozar de medidas proteccionistas, cuando menos desde 1950, originalmente mediante el establecimiento de precios mínimos y la garantía de compra por el Estado, internamente solo se ha alcanzado cosechar el 43 % de la demanda; el resto debe ser importado. Y aunque los precios internacionales son mucho más bajos, no se reflejan en lo que pagan los costarricenses.

El Ministerio de Economía, por medio de la Oficina Nacional del Arroz (Ofiarroz), ente técnico del Ministerio de Agricultura (MAG), mantuvo la regulación de precios y márgenes hasta el 2002, cuando los arroceros obtuvieron el máximo beneficio empresarial imaginable, al transformarse Ofiarroz en la Corporación Arrocera Nacional (Conarroz) nacida por ley, prácticamente, con la potestad de autorregularse y definir políticas públicas.

Los arroceros funcionan más o menos como los autobuseros: aunque una entidad gubernamental tiene la última palabra, son los regulados quienes proveen los números sobre sus costos y, salvo excepciones muy contadas, siempre les dan la razón. La balanza, en consecuencia, nunca se inclina hacia el consumidor, como ilustra lo sucedido en el periodo 2002-2003.

El grano se importó a $147 la tonelada, pero se vendió a $210, lo cual generó una ganancia de ¢2.986 millones a un grupo muy reducido de grandes productores, que generalmente también son industrializadores e importadores. La Contraloría General de la República cuestionó el mecanismo autorizado en un decreto ejecutivo para repartir ese fondo y reveló que el 3 % de los productores se llevaron cerca del 50 % de los recursos.

No hay ninguna justificación para el proteccionismo del sector arrocero, y debe refutarse todo intento de defensa, pero donde la lógica falla aparece el mito y en este caso se alega que los favorecidos son principalmente los pequeños productores. Pero como las estadísticas no pagan aranceles, sobran para objetarlo.

El pequeño productor ha ido desapareciendo conforme los grandes industriales adquieren tecnología, incorporan nuevas técnicas de cultivo y variedades del grano, y mejoran el control de plagas. Mientras en el periodo 2011-2012 había 1.071 agricultores pequeños cultivando hasta 50 hectáreas, en el 2016-2017 quedaban 575. Los medianos, cuyas áreas de siembra abarcan de 50 a 200 hectáreas, pasaron de 222 a 132. Lo grandes, con arrozales de más de 200 hectáreas, de 63 cayeron a 36. Además, si el objetivo es apoyar a los pequeños, debe hacerse directamente, no cargando a los consumidores un peaje que se desvía hacia los más grandes.

La tendencia a la disminución de los agricultores de pequeña escala en beneficio de los arroceros con capacidad productiva superior también quedó manifiesta en los períodos 2004-2005 y 2012-2013, lapsos en los cuales el 5 % de los productores se ubicaban en la categoría de “grandes”, y la realidad no ha cambiado. Hoy, tan poquitos concentran el 52 % del área sembrada.

Quienes poseen menos recursos económicos alimentan el oligopolio, pues es precisamente por la imposibilidad de consumir otros productos que se ven obligados a basar su dieta en el típico plato de arroz, frijoles y algo más. Se calcula que la pérdida de bienestar para estos consumidores, debido a la regulación de precios, equivale a un 0,2 % del producto interno bruto.

Ha habido intentos de eliminar el sistema de fijación de precio, pero siempre encuentran un obstáculo. Uno de estos es la salvaguarda a través de la cual se ha impedido la reducción del arancel, que para este año ya debería ser un 23,07 % en lugar del 36 %, si se cumpliera lo establecido en el TLC.

La desgravación, sin embargo, sería innecesaria si sobrara valor estatal para liberalizar la importación de arroz, empero, por ahora, debemos pensar en el presente: tres o cuatro meses de pago del precio justo no atentará contra la mal practicada seguridad alimentaria. Sería una sensitiva tregua.