Editorial: Nuevos récords climáticos

Un reciente informe documenta que el 2023 fue un terrible año para el ambiente del planeta

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El pasado jueves se cumplieron 30 años de la entrada en vigor de la Convención de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático, que había sido aprobada dos años antes en la visionaria Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro. No tenemos duda alguna del impacto positivo de ese documento universal en moderar el avance del calentamiento global. Sin embargo, a pesar de su existencia y de lo que ha contribuido al diseño y ejecución de buenas políticas en la materia, vamos muy mal.

De lo anterior dio testimonio un nuevo informe de la Organización Meteorológica Mundial (OMM), divulgado el 19 de este mes, con aportes de múltiples instituciones científicas globales, nacionales y regionales. Su contenido no se basa en estimaciones de lo que podría ocurrir, sino en datos duros de lo que ha ocurrido. Sobra decir que son alarmantes.

El documento confirma lo que ya había sido anunciado: el 2023 fue, por amplio margen, el año más cálido desde que existen registros. También se batieron récords respecto al calor de los océanos, el aumento en el nivel del mar, la pérdida de hielo marino en la Antártida y el retroceso de los glaciares.

A tales tendencias se añadieron fenómenos climáticos extremos, como ciclones tropicales, inundaciones en unos países y sequías en otros, calor extremo e incendios forestales asociados con ellos. Los que padeció Canadá fueron particularmente devastadores. Todo esto ha tenido repercusiones socioeconómicas muy graves, que han afectado particularmente a las poblaciones más vulnerables.

Tal como dijo el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, las magnitudes reveladas por el informe en relación con los principales indicadores “han hecho saltar todas las alarmas. Algunos de ellos no solo baten récords, sino que registran magnitudes inauditas. Y los cambios no dejan de acelerarse”.

El más relevante de ellos, que incide en otros fenómenos, es la temperatura media del año cerca de la superficie terrestre. Llegó a 1,45 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales, con un margen de incertidumbre de 0,12 puntos hacia arriba o hacia abajo. Esto quiere decir, según la secretaria general de la OMM, Celeste Saulo, que “nunca hemos estado tan cerca, aunque de momento de forma temporal, del límite inferior de 1,5 grados Celsius” establecido por el Acuerdo de París sobre cambio climático, suscrito en diciembre del 2015. Aunque el máximo fue fijado en 2 °C, se estima que un calentamiento permanente superior a un grado y medio podrá desatar efectos aún más adversos y casi incontrolables.

Pero no hay que esperar a traspasar tal umbral para llegar a la conclusión de que la crisis climática es un desafío existencial de enormes proporciones, que se relaciona estrechamente con la pérdida de biodiversidad, la desigualdad, el hambre, las enfermedades infecciosas y los desplazamientos de población.

Sabemos que los compromisos asumidos y los esfuerzos realizados hasta ahora para contenerla han sido insuficientes, y que llegar a puntos de no retorno en el calentamiento global cada vez se acercan más. El informe de la OMM destaca como un “rayo de esperanza” la generación y capacidad de almacenamiento de energías renovables. Es cierto; sin embargo, su ritmo no es suficientemente dinámico y, mientras se acelera, otras fuentes de gases de efecto invernadero incrementan su impacto.

Las esperanzas de mejora basadas en tecnologías no deben desdeñarse. Hay que impulsarlas lo más posible. Pero tanto o más relevante es actuar de manera decidida para reducir las fuentes de energía y procesos productivos que incrementan el calentamiento. Es un reto universal en el que nunca debemos dejar de insistir.