Editorial: Narcotráfico y pobreza

Las acciones policiales, preventivas y represivas, necesitan el acompañamiento de políticas sociales orientadas a satisfacer exigencias de la población más vulnerable.

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Las guerras entre pandillas no son cosa nueva en nuestro país. Una de las más recientes estalló en los barrios del sur de la capital, en el 2014, y duró más de un año. No fue la primera, pero sí una de las más violentas. Limón ha sido escenario de varios enfrentamientos y también Alajuela. En todos, el común denominador es el control del trasiego de drogas.

Las pandillas de narcotraficantes luchan por territorios y “mercados” con creciente ensañamiento. La semana pasada, el tétrico paseo de un par de cadáveres en una microbús terminó con un enfrentamiento a balazos entre delincuentes y policías en Sabana oeste. Esa misma mañana las autoridades detuvieron a cuatro miembros de la banda del Gringo, vinculados con la balacera, y en la tarde arrestaron a otros cuatro.

Con su banda desarticulada, el Gringo apenas sobrevivió tres días. Su cuerpo fue encontrado en el bajo de los Ledezma con señales de tortura. La Policía teme un escalamiento de la violencia a partir de su muerte. La desaparición de un líder casi siempre suscita actos de venganza, desata pugnas por el mando o disputas por el territorio y los negocios del desaparecido.

Entre el viernes 13 de diciembre y el domingo 15 hubo 14 homicidios en el país, no todos relacionados con el narcotráfico, pero la Policía no duda en atribuir buena parte de ellos a esa actividad ilícita. Los delincuentes tienen, por lo general, entre 18 y 24 años. Muchas veces trabajan a sueldo fijo y su violencia no conoce límites.

Mientras la Policía Judicial procura esclarecer los casos, la administrativa no da abasto para ejercer la prevención. El Ministerio de Seguridad moviliza guardias de un lugar a otro para sofocar los brotes de violencia. Así como hubo un número extraordinario de policías en Limón cuando las circunstancias lo exigieron, ahora hay un traslado de guardias hacia Alajuelita, Desamparados y Pavas.

La Defensoría de los Habitantes reconoce esos esfuerzos, pero recuerda la necesidad de ofrecer una respuesta más ambiciosa, capaz de armonizar los esfuerzos de diversas entidades del Estado y la sociedad civil. Las acciones policiales, preventivas y represivas, necesitan el acompañamiento de políticas sociales orientadas a satisfacer exigencias de la población más vulnerable.

Costa Rica es un país de paso del narcotráfico internacional. Miles de toneladas de droga transitan por nuestro territorio, incluido el mar. Un mercado tan pequeño se abastece con una fracción de esa droga. El negocio es lucrativo y florece allí donde la marginalidad, el desempleo y otros problemas sociales azotan con mayor fuerza. El Estado, además de reprimir y prevenir el narcotráfico, debe esforzarse por competirle.

La lucha es por la lealtad de los habitantes de las zonas afectadas a las instituciones y a la convivencia democrática. No podrá ser ganada en el marco de la creciente desigualdad y marginalidad. Tampoco con la mala asignación de los recursos destinados a combatir la pobreza.

La tasa nacional de homicidios ha tenido altibajos que demuestran la posibilidad de incidir sobre ella. Creció hasta 11,4 por cada 100.000 habitantes en el 2009 y comenzó a caer al año siguiente, hasta llegar a 8,6 en el 2013. En el 2014 regresó a 9,4, y ha crecido desde entonces. La difícil situación fiscal no es un buen augurio para este y otros indicadores de la delincuencia. Esa es una razón más para hacer un buen manejo del gasto público y esmerarse en asegurar la eficacia de la inversión social costarricense, una de las más altas en América Latina.