Editorial: Más represión en Nicaragua

El régimen de Ortega ha lanzado una nueva oleada de violencia.

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Unas puntuales y urgentes declaraciones de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) y un exhaustivo documento de la Organización de Estados Americanos (OEA) han ratificado lo que la realidad exhibe con ofensiva crudeza: el régimen de Daniel Ortega, ilegítimo, arbitrario y dictatorial, no ha cesado en sus violaciones sistemáticas a los derechos humanos; más bien, en días recientes las ha recrudecido con particular perversidad. Esta situación es inaceptable, y amerita no solo enérgicas denuncias, sino presiones más contundentes de la comunidad internacional para respaldar a los sectores democráticos de Nicaragua y generar un cambio rápido y, ojalá, pacífico.

En esta oportunidad, la arremetida se ha producido contra las madres y otros familiares de presos políticos, que decidieron iniciar sendas huelgas de hambre en una iglesia de Masaya y en la catedral de Managua —el jueves 14 y el lunes 18, respectivamente—, como protesta por el encarcelamiento y aislamiento de sus seres queridos.

En el primer caso, una mezcla de policías y turbas de civiles armadas y pagadas por el régimen, rodearon el templo y capturaron a 13 personas que se acercaron para entregar agua a los ocho huelguistas de hambre e insulina para su sacerdote diabético, luego de que fuera cortado el suministro de agua y electricidad de la iglesia. Con posterioridad, el grupo de apoyo y tres opositores más, fueron acusados, sin prueba alguna, de tráfico de armas, una fabricación de delito que los expone a altas penas.

La catedral, por su parte, fue invadida por las turbas, en un acto que la Conferencia Episcopal condenó enérgicamente y calificó de profanación. Tras tensas negociaciones, los invasores la abandonaron el martes, pero solo luego de que también lo hicieran las ocho madres de presos políticos que habían ingresado a ella días atrás.

Esta escalada, denunciada el mismo martes en Ginebra por el vocero de la alta comisionada, revela que la dictadura de Ortega no está dispuesta a ceder ni un ápice en favor de la libertad de reunión y expresión, menos en facilitar el camino para una transición pacífica a la democracia. Al contrario, ha optado por la represión más primitiva como recurso para mantenerse en el poder, no importan las consecuencias, y así proteger sus odiosos privilegios y los de sus aliados más cercanos. De aquí la gran “preocupación” expresada por el vocero.

El informe de la OEA, también emitido el martes por la Comisión de Alto Nivel establecida mediante un acuerdo tomado por su Asamblea General el pasado 28 de junio, pasa revista no solo a las múltiples medidas violatorias de los derechos humanos, sino a los mecanismos de los cuales se ha valido el régimen para eliminar la independencia de los poderes del Estado, ahogar a la oposición y vaciar de contenido otros elementos indispensables para el ejercicio de la democracia.

Como parte de sus ocho conclusiones, el grupo deja claro que los “mecanismos de control y subordinación que el Gobierno de Nicaragua ha venido desarrollando hacia los demás poderes del Estado (…) hacen inviable el funcionamiento democrático del país, transformándolo en un Estado cooptado e incompatible con el Estado de derecho” y añade que el país “vive una crítica situación en materia de derechos humanos que requiere la urgente atención de la comunidad interamericana e internacional en su conjunto”.

Entre sus conclusiones, destaca que “cualquier solución pacífica a la situación” nicaragüense debe incluir el fin de la represión, la restauración de los derechos humanos y “un sincero esfuerzo por todas las partes para volver a la mesa de diálogo”, algo que ha sido particularmente obstaculizado y desdeñado por Ortega y sus secuaces.

Por desgracia, el recrudecimiento de la represión durante los últimos días es una alarmante prueba de que el régimen no está dispuesto a acatar ninguna recomendación, ni a emprender ninguna iniciativa que implique ceder en su control del poder o en garantizar las mínimas garantías procesales a sus opositores. Frente a esta perversa voluntad, apuntalada por el Ejército, los demás cuerpos de seguridad y las turbas pagadas, el pueblo es poco lo que puede hacer. Aun así, la mayoría de los nicaragüenses se mantiene firme en su voluntad democrática y en sus afanes de libertad. No debemos dejarlos solos; al contrario, además de seguir levantando las voces de denuncia, se impone una presión internacional mucho más concertada y robusta. Quizá los hechos recientes permitan avanzar en tal sentido.