Editorial: La revolución del 2030

Aspirar a ser una nación petrolera dentro de una década, cuando el mundo se habrá movido en otra dirección, no tiene sentido.

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Cuando flanqueado por sindicalistas y líderes de la industria automotriz el presidente Joe Biden anunció que la mitad de los vehículos vendidos en Estados Unidos en el 2030 serán eléctricos, no solo pensaba en las emisiones de gases de efecto invernadero y en las devastadoras consecuencias del cambio climático. También tenía en mente la ventaja de China en el desarrollo de ese tipo de automóviles.

El 70 % de las baterías eléctricas se fabrican en el gigante asiático y sus exportaciones de vehículos eléctricos, tanto de uso individual como de transporte colectivo, son visibles en todo el mundo. En este caso, la rivalidad de las dos potencias milita a favor de los mejores intereses de la humanidad y, también, de las intenciones del mandatario estadounidense de reducir en un 50 % el nivel de emisiones del 2005 al final de esta década.

El presidente Donald Trump debilitó las exigencias ambientales aplicadas a la industria automotriz por la administración de Barack Obama. La ventaja cortoplacista no fue aplaudida por todos los fabricantes, porque muchos entienden las nuevas exigencias de los mercados y la imposibilidad de mantener la competitividad sin tomarlas en cuenta.

El nuevo gobierno estadounidense está decidido a recuperar terreno a golpe de tambor y, a cambio del compromiso de la industria de vender hasta un 50 % de autos eléctricos en el 2030, en lugar del 2 % de la actualidad, ofrece invertir miles de millones de dólares en desarrollar la red de abastecimiento de energía y en proveer incentivos tributarios para la fabricación y compra de esos vehículos.

La caída del precio de las baterías, el componente clave del automóvil eléctrico, está cerrando la brecha de precio con los vehículos de combustión a un paso tan acelerado que los analistas de la industria esperan la equiparación a corto plazo. Una vez conseguida la paridad, el auto eléctrico tendrá la ventaja del escaso mantenimiento y el bajo costo de operación.

Con la tecnología como aliada, los incentivos fiscales y el desarrollo de infraestructura tendrán un impacto mucho mayor, pero junto con las zanahorias la administración Biden esgrime el garrote del regreso a las exigencias impuestas por Obama, además de otras nuevas todavía no especificadas. La medida fundamental es el kilometraje por galón de combustible.

La meta es muy ambiciosa. Estamos a menos de una década de ese 2030 y el presidente apenas bajó la bandera de salida, pero no sería la primera proeza industrial de los estadounidenses y los factores descritos, además de que la creciente conciencia de la emergencia ambiental la hacen perfectamente plausible.

Por su parte, la Unión Europea anunció, hace un par de semanas, la prohibición de venta de vehículos de combustión en sus 27 Estados miembros a partir del 2035. Para conseguirlo, comenzará a instalar estaciones de carga con la meta de ofrecer a los europeos 16,3 millones de sitios de abastecimiento en el 2050.

La inminencia del cambio exige a países como el nuestro estudiar las nuevas oportunidades y considerar los ajustes necesarios para aprovechar la revolución en ciernes. Costa Rica ya experimenta con autobuses eléctricos y concede incentivos fiscales para la compra de vehículos limpios para el transporte individual. La red de estaciones de abastecimiento también está en etapa experimental. Vale la pena preguntarse si el paso es el adecuado y cuáles son las posibilidades y beneficios de acelerar.

Los acontecimientos sirven, también, para pensarlo dos veces antes de retroceder. Aspirar a ser una nación petrolera dentro de una década, cuando el mundo se habrá movido en otra dirección, no tiene sentido. Es mucho mejor pensar en cómo llegar al 2030 con la imagen de país verde intacta y, ojalá, con el mérito de contarnos entre los usuarios precoces de la nueva tecnología limpia.