Editorial: La gran polarización brasileña

Al contrario de Lula, Bolsonaro es una real amenaza para la democracia y la sensatez política

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El resultado de la primera ronda electoral brasileña, celebrada el pasado domingo, confirmó lo que era de sobra claro desde la campaña: la alta polarización del electorado entre dos candidatos que, por decir lo menos, distan mucho de lo óptimo. En conjunto, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, de izquierda, y el actual presidente, Jair Bolsonaro, populista de extrema derecha, obtuvieron más del 90% de los votos: un 48,43% el primero y un 43,2% el segundo.

Esa diferencia, aunque menor de lo augurado por algunas encuestas, indica que Lula tiene enormes posibilidades de ganar en la segunda votación, el 30 de este mes. También evidencia que, más allá de lo que suceda entonces, y a pesar de las irresponsables políticas de su gobierno, Bolsonaro y lo que representa se han convertido en una gran fuerza política, con raíces profundas y extendidas. De hecho, nueve candidatos a gobernador impulsados por él lograron imponerse en primera ronda, contra solo cinco apadrinados por Lula. El resto deberá competir en el balotaje.

Al contrario de otras cuatro elecciones recientes en Latinoamérica —Perú, Chile, Costa Rica y Colombia— en que la dispersión fue la principal causa que impulsó hacia la segunda ronda a candidatos con grandes debilidades y rechazos, en el caso brasileño, el motivo es una polarización que viene desde muy atrás. Pero ambos “modelos” remiten a un elemento común: la dificultad del sistema político, en particular de los partidos para adaptarse a sociedades cambiantes, renovarse, atender necesidades insatisfechas y actuar como verdaderos articuladores de aspiraciones múltiples.

Ni Lula ni Bolsonaro son lo mejor para Brasil, pero entre ellos deberán escoger los electores. En medio de sus grandes falencias, el primero es, claramente, la mejor opción. Durante sus dos términos como presidente, entre enero del 2003 y diciembre del 2010, el país alcanzó altos índices de crecimiento promovido por la demanda externa de productos agropecuarios y minerales. Esto condujo, mediante políticas sociales bien diseñadas, a una marcada reducción de la pobreza y la desigualdad, logros indiscutibles. Sin embargo, la bonanza no fue aprovechada para mejorar la productividad, fomentar la innovación y reducir la enorme carga fiscal que representa el Estado brasileño.

Hacia el final de su segundo mandato, se presentaron enormes escándalos de corrupción, que implicaron tanto al entonces mandatario como a muy cercanos colaboradores. Al ser condenado por un tribunal de segunda instancia, Lula debió pasar 19 meses en prisión, pero tras ser liberado, en noviembre del 2019, inició su recuperación política, en parte como un “no Bolsonaro”.

Pese a todo lo anterior, Lula, al contrario de su competidor, nunca puso en riesgo los fundamentos de la democracia y las instituciones brasileñas; abrió canales de comunicación con distintos sectores, en lugar de rodearse de fanáticos y apelar a las divisiones; buscó el consejo de expertos, aunque tuvieran sesgos ideológicos; rechazó todo coqueteo con estamentos militares; y no renegó nunca de la enorme responsabilidad de su país de proteger ese gran pulmón universal que es la Amazonia.

Bolsonaro emprendió una ruta totalmente contraria en todos estos aspectos, alejada de la verdad, desdeñosa del ambiente, sectaria y confesional en muchos ámbitos (sobre todo educación y salud) y errática en lo económico, aunque este fue el único ámbito en que puso en práctica políticas más razonables que Lula.

Su gran prueba de incompetencia e irresponsabilidad absolutas fue el manejo de la pandemia de covid-19, que produjo más de 700.000 muertos, una de las tasas más altas del mundo. A esto unió un ataque sistemático contra la integridad institucional brasileña, incluido su impecable sistema electoral, que ha resistido gracias a la fortaleza ganada desde la reinstauración democrática, pero podría desmoronarse si fuera reelegido.

No tenemos dudas, por ello, de que Lula es, por mucho, el que mejor puede frenar el deterioro actual y fortalecer el andamiaje democrático brasileño, así como crear las condiciones para aprobar políticas públicas más sensatas, aunque su gran preferencia por las opciones estatistas se mantiene como una gran inquietud. Esto, sin embargo, pertenece al ámbito normal del debate en democracia.

El domingo fue un día clave para la democracia brasileña y continental; el 30 de este mes lo será aún más. Confiemos en la madurez de su pueblo.