Editorial: Honduras en la encrucijada

El pedido de extradición del expresidente Hernández por EE. UU., pone a prueba la institucionalidad hondureña. Este caso podría ser un gran acicate para, al fin, doblegar la impunidad sistémica que padece el país

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A Juan Orlando Hernández, quien convirtió las esperanzas de desarrollo y avances democráticos generadas cuando llegó a la Presidencia de Honduras, en enero del 2014, en un nuevo y prolongado episodio de corrupción, arbitrariedad, impunidad, manipulación, pérdida de credibilidad, violencia y penetración estructural de la delincuencia organizada, parece haberle llegado su hora. Con ella, será puesta a prueba la institucionalidad del país, en particular, la real división de poderes, tan deteriorada e instrumentalizada a su favor por influyentes sectores políticos y grupos de interés. El más escandaloso ejemplo fue permitirle que se postulara y ganara una reelección inmediata en el 2017, en circunstancias muy nebulosas, a pesar de que la Constitución lo prohíbe.

La solicitud de su extradición formulada por Estados Unidos, el lunes en la noche, no puede tomarse como una prueba de culpabilidad ante los tres cargos por los que lo requiere un tribunal federal de Manhattan, todos relacionados con conspiración para ayudar en la introducción de drogas a su territorio. Sin embargo, difícilmente se habría producido una petición de tal índole sin una abundancia de elementos que la sustenten.

Ante ella, las autoridades hondureñas, en particular las judiciales, tienen la obligación de ofrecer al requerido las garantías del debido proceso a que tiene derecho cualquier ciudadano. A la vez, deben actuar con total independencia de presiones que puedan distorsionar su accionar, y rechazar las triquiñuelas formales que Hernández y sus abogados enarbolen para que se le otorgue inmunidad, aduciendo que la adquirió tan pronto dejó el cargo y se convirtió, como expresidente, en diputado del Parlamento Centroamericano.

Por el momento, los hechos se han desarrollado con fluidez, y generan esperanzas sobre la posibilidad de que este vergonzoso episodio pueda servir como un parteaguas de la democracia hondureña, ahogada en algunas de las peores prácticas políticas e institucionales que pueden afectar a cualquier país.

La misma noche en que se recibió la solicitud de extradición, fuerzas policiales rodearon la residencia del exmandatario, para impedir su fuga. Al día siguiente, como corresponde, la Corte Suprema de Justicia nombró un juez para instruir el caso, quien dispuso su detención temporal. El miércoles compareció a su primera audiencia, en la que se le comunicaron los cargos y se le impuso un mes de prisión preventiva.

Ahora seguirá un proceso en que la defensa tratará, por todos los medios, de frenar la extradición. La esperanza, además de un accionar adecuado de los órganos jurisdiccionales, es que los cargos estén tan bien sustentados que la decisión sea enviarlo ante la justicia estadounidense. Hasta el momento, y por desgracia, la hondureña no ha sido capaz de procesar a ningún político, empresario o militar influyente involucrado en casos de corrupción o narcotráfico. Si, además del procesamiento de Hernández, este caso conduce a una verdadera oxigenación institucional en el país, Honduras y toda Centroamérica ganarían mucho. Si alguna variable ha sido transversal, para mal, en la política regional, es el binomio corrupción-impunidad. Extirparlo o, al menos, debilitarlo sustancialmente, es clave para la democracia y el desarrollo.

El entorno político de Honduras ha mejorado y creado condiciones propicias, mas no irreversibles, para avances sólidos. El triunfo de la opositora Xiomara Castro en las elecciones de noviembre, con un discurso en que el combate a la corrupción y la impunidad ocupó lugar preferente, la pérdida de influencia de Hernández en el otrora dominante Partido Nacional, y la voluntad de apoyar cambios sustantivos que anima al actual gobierno estadounidense, auguran un importante golpe de timón.

La clave es que se sostenga con firmeza a largo plazo. Esto implica, entre otras cosas, que los nuevos gobernantes no caigan ni en el populismo ni en las distorsiones que caracterizaron a sus predecesores, entre ellos el propio Manuel Zelaya, esposo de Castro y figura importante en su entorno; también, que el resto de los centros de poder legítimos entiendan que solo podrán garantizar la estabilidad si superan la postración del Estado, lo liberan del control o manipulación de delincuentes enquistados en él, y se abren a las justas aspiraciones de la población.