Editorial: Grupos de presión se quitan las máscaras

El debate fiscal no solo confirma las pretensiones de los sindicatos tradicionales de la administración. También deja en evidencia a los ocupantes de los más altos cargos del Poder Judicial, con pocas excepciones.

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El análisis de la reforma fiscal —urgentemente requerida por el país— ha servido, entre otras cosas, para aclarar los principales móviles de diversos grupos de interés; unos más fuertes que otros. Una reforma de esta naturaleza no es una materia técnica solamente, a cargo de economistas o abogados. Los primeros podrían recomendar subir los impuestos en determinada magnitud (por ejemplo, un 2,2 % del producto interno bruto) y bajar gastos en el mismo monto. Los segundos darían su consejo profesional sobre la mejor forma de documentar la decisión, a fin de ajustarla a las disposiciones legales. Desafortunadamente, el asunto no es así de simple.

La sociedad entera admite la necesidad de reducir el déficit, pero hay desacuerdo sobre la forma concreta de hacerlo. Muchos consumidores abogan por evitar el alza en los tributos que afectan las compras (como el impuesto sobre el valor agregado) y algunos productores se oponen al aumento en el impuesto sobre la renta. Buena parte de los empleados públicos se manifiestan contra los recortes presupuestarios, en particular, cuando se trate de sus sueldos y beneficios.

Sin embargo, no todos los actores tienen igual fuerza y poder de negociación. En general, los empleados públicos tienen mayor peso que los consumidores. Podrían tener más en el futuro si alzarse en huelga varias semanas, afectar servicios esenciales y violentar la libertad de tránsito no les acarrea un costo directo, pues confían en que las autoridades renuncien a tomar medidas frente a esas actuaciones.

De conformidad con un conocido teorema, “cuando la ventaja de una acción se distribuye entre grupos pequeños, organizados y sonoros, y su costo recae sobre toda la población, por lo demás silenciosa y desorganizada, los primeros explotarán fácilmente a la mayoría”. Eso ocurre por la asimetría de incentivos. Por eso, vemos a diario situaciones en que grupos relativamente pequeños (por ejemplo, unos cuantos miles de servidores de la salud) luchan a capa y espada por conservar —y, de ser posible, aumentar— sus grandes beneficios mientras un representante típico de los 5 millones de habitantes del país no tiene igual móvil para enfrentarlos, pues al distribuir el ahorro entre tanta gente, el resultado por persona resulta muy pequeño.

El teorema explica, también, por qué algunos grupos empresariales invierten tantos recursos (financieros, de relaciones públicas, etc.) en cabildear para lograr ventajas. Así actúan muchos gremios, pues sus miembros son maestros o taxistas antes que consumidores.

El debate alrededor de la reforma fiscal no solo confirma las habituales pretensiones de los sindicatos de la Administración Pública (maestros, Refinadora Costarricense de Petróleo, Caja Costarricense de Seguro Social y otras entidades autónomas). También desenmascara a los ocupantes de los más altos cargos del Poder Judicial. Para ellos, con pocas excepciones, el supremo interés general tiene una prioridad muy baja en comparación con sus salarios, pluses y la expectativa de una jugosa pensión, quizá con cargo al presupuesto nacional, es decir, a la ciudadanía.

Para compensar la asimetría de incentivos, es necesario que los representantes de los administrados en el Poder Ejecutivo y, particularmente, en el Poder Legislativo, defiendan a la mayoría silenciosa y desorganizada de la sociedad. Si lo hacen, que la patria se los agradezca; si no, que ella se los recrimine.

La situación económica, social y política de Costa Rica es muy difícil. Si el país no adopta las medidas necesarias, sufrirán primero quienes menos tienen. Es una injusticia inaceptable. Confiamos en que nuestra democracia de tantos años sepa evitarla.