Editorial: Frente común contra China

Por primera vez, desde 1989, se producen acciones concertadas por violaciones de los derechos humanos.

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Por primera vez desde la sangrienta represión contra las protestas en la plaza Tiananmén, de Pekín, en 1989, la Unión Europea (UE), Estados Unidos, Canadá y el Reino Unido decidieron imponer, de forma coordinada, sanciones a influyentes personeros del régimen chino. La acción es consecuencia de las graves y sistemáticas violaciones contra los derechos humanos de la etnia uigur en la provincia de Xinjiang, y tienen como trasfondo la ofensiva del régimen de Xi Jinping contra la autonomía y las libertades públicas en Hong Kong, un caso que demuestra con igual crudeza su hostilidad hacia los valores democráticos universales.

Las sanciones son tardías, pero bienvenidas. Tardías porque la represión contra los uigures, su confinamiento en campos de «reeducación», la campaña para borrar su identidad cultural y religiosa (musulmana) y su uso como mano de obra prácticamente esclava en labores agrícolas e industriales data de varios años atrás. Bienvenida, porque al fin se ha enviado un mensaje claro al gobierno chino, que bajo el poder del presidente Xi ha endurecido con brutal minuciosidad los controles sobre el conjunto de la población, la intolerancia contra toda muestra de disidencia y la campaña de asimilación a las políticas, mitos ideológicos y verticalismo del régimen.

La concertación de las medidas, además, sugiere que, tras un período en que el unilateralismo de Donald Trump había impedido la coordinación entre las principales potencias occidentales en relación con China, se está reconstituyendo una alianza que, en medio de diferencias, daría nuevo vigor a su convergencia.

La cúpula pekinesa, como era de esperar, reaccionó con gran virulencia, particularmente contra la UE. Apenas una hora después de que esta anunciara sus medidas, las censuró acremente e impuso sanciones contra diez ciudadanos de la Unión, incluidos varios eurodiputados, a pesar de que está pendiente en el Parlamento Europeo un acuerdo de inversiones conjuntas entre la UE y China. Hoy ese instrumento, cuya ratificación no era nada segura, parece mucho más difícil que llegue a concretarse.

La batida contra Hong Kong es otra razón fundamental para la firmeza ante el régimen de Pekín. El 12 de este mes el Grupo de los 7 (Estados Unidos, el Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Canadá y Japón) condenó su arremetida autocrática, contra la cual, como es usual, las autoridades reaccionaron con negaciones y rechazo.

Además de una sistemática campaña de persecución y desmantelamiento de los dirigentes, partidos y grupos democráticos de Hong Kong, el 28 de mayo pasado el parlamento nominal de Pekín aprobó, con solo una abstención, un paquete de draconianas leyes en materia de seguridad, ratificadas poco después. La nueva legislación otorga libertad de acción en la ciudad ya nada autónoma a sus temibles aparatos de seguridad, autoriza encarcelamientos sin orden judicial e impone fuertes sanciones por delitos tan difusos como «actos contra el poder central», «violaciones a la seguridad nacional» o «terrorismo».

A mediados del presente mes el régimen redujo de 50 a apenas 22 el porcentaje de legisladores locales que pueden elegirse libremente, y su postulación solo será autorizada si pasan un tamiz de «patriotismo», que quiere decir sumisión absoluta al régimen.

Los casos de Xinjiang y Hong Kong no agotan el repertorio del creciente ímpetu autoritario chino, que se refleja con prepotencia en otros ámbitos, pero sí constituyen los casos más graves. Por esto, las sanciones conjuntas y lo que parece ser una nueva etapa de coordinación entre las principales democracias occidentales frente al régimen son una buena noticia. No se trata de exacerbar conflictos artificiales, sino de actuar con firmeza contra amenazas tangibles y una determinación autoritaria que, si no recibe una respuesta consecuente, se tornará aún más grave.