Editorial: Francia mantiene el buen rumbo

La sólida reelección de Macron es un gran triunfo para la sensatez, la democracia y el reformismo. El avance de los extremos, sin embargo, es preocupante y refleja enormes desafíos estructurales

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Con una contundente ventaja de 17 puntos sobre la candidata de extrema derecha, Marine Le Pen, el presidente francés, Emmanuel Macron, de 44 años, fue reelegido jefe de Estado para un segundo período. La intensa campaña política estuvo marcada, entre otras cosas, por un alejamiento ciudadano de las opciones políticas tradicionales y preocupantes avances de sectores políticos radicales en ambos polos del espectro ideológico.

Esta reelección, algo que no había logrado ninguno de sus predecesores en 20 años, la celebramos por múltiples razones. La principal es por oposición: ha frenado, nuevamente, una opción electoral extremista, retrógrada, populista, autoritaria, simplista en sus propuestas, desdeñosa de los valores republicanos de Francia, desafiante de la institucionalidad democrática e integracionista europea, impulsora de un nacionalismo excluyente y cercana a gobernantes autocráticos de otras naciones, principalmente, Vladímir Putin, en Rusia, y Viktor Orbán, en Hungría.

Un triunfo de Le Pen habría significado abrir a esas tendencias las puertas del poder en un país clave y poner en riesgo la unidad democrática ante la gran crisis geopolítica y económica generada por la invasión rusa a Ucrania. Macron lo impidió, con el 58,5% de apoyo electoral. Más allá de esto, su triunfo abre la posibilidad de mantener activa, aunque quizá con menos ímpetu, su apuesta económica y social reformista, que lo llevó al poder hace cinco años. A pesar de grandes escollos en su aplicación, entre ellos, las protestas masivas contra nuevos impuestos sobre los combustibles a finales del 2018 y, luego, la pandemia de la covid-19, Macron y su partido, La República en Marcha (RM), han logrado cambios en la legislación laboral y fiscal que han impulsado sustancialmente el crecimiento, los emprendimientos y el empleo.

Otra vertiente positiva de la reelección es que reforzará su posición como virtual líder de la Unión Europea, que atraviesa coyunturas económicas, institucionales y de seguridad particularmente delicadas. Las claras convicciones democráticas y liberales del presidente francés, apalancadas en la influencia diplomática, cultural, comercial y militar de su país (potencia nuclear media y uno de los cinco miembros con veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), serán también factores esenciales para promover políticas lúcidas alrededor del mundo y enfrentar las tendencias autocráticas de varios Estados.

Las tareas por delante, no solo para el presidente, sino también para el conjunto de la sociedad francesa son enormes. El más inmediato y estrictamente político lo representan las elecciones legislativas de junio. Mantener una mayoría adecuada en los 577 escaños de la Asamblea Nacional (cámara baja) no será fácil, pero tampoco imposible, dada las posibilidades de alianzas puntuales que ofrece su realización en dos vueltas (12 y 19 de ese mes). De esto dependerá contar con fuerza suficiente no solo para impulsar legislación, sino también para contar con un primer ministro afín.

De magnitud y significación mucho mayor, sin embargo, es el desafío que representan las grandes rupturas de la sociedad francesa. Macron las reconoció en su discurso del triunfo, la noche del domingo. En la primera ronda electoral, del 10 de abril, la suma de votos de las opciones más extremas de izquierda y derecha superaron el 50%. El 41,5% de respaldo obtenido por Le Pen en la segunda es el número más alto para su partido en un balotaje. En la del 2002, su padre, el aún más extremista Jean Marie Le Pen, apenas obtuvo el 18% frente a Jacques Chirac; en la del 2017, Macron la derrotó con un 66%, casi el doble de su apoyo. Por esto, la derrota del domingo es, a la vez, un triunfo en el avance del extremismo y del desencanto ciudadano: el 28% de abstencionismo fue el mayor de un balotaje en 50 años.

Lo anterior no indica, necesariamente, que una cuasi mayoría del electorado francés abrace los extremos; más bien, refleja el desencanto de amplísimos sectores con las élites del país y los partidos tradicionales (socialistas y derecha republicana, sobre todo), una fractura creciente entre los focos de identidad y cohesión nacional y lo que ciudadanos de regiones rurales o marginales consideran es un efecto desigual de las reformas, a pesar de que estas no han sido radicales y de que el Estado francés es de los más dispendiosos de Europa.

Sumemos a lo anterior el entorno geopolítico europeo y las secuelas de la pandemia, y comprenderemos aún mejor dos cosas: la primera, el gran alivio por el triunfo de Macron; la segunda, el imperativo de que en este mandato aborde los factores estructurales y emocionales que explican, en gran medida, el avance de los extremos. No dudamos de la determinación de Macron; la clave estará en cómo logrará traducirla en gestión política, económica y social.