Editorial: Esfuerzo a favor de la transparencia

Lejos de asegurar la integridad del proceso, el voto secreto en la Asamblea Legislativa se presta para el acuerdo inconfesable, bajo la mesa. El voto nominal, expresado pública y personalmente e incorporado a un registro histórico sistematizado y accesible, es una práctica profundamente democrática

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La reforma al reglamento interno de la Asamblea Legislativa persigue, ante todo, agilizar el proceso de formación de las leyes. Al amparo de la normativa vigente, una minoría o un solo diputado diestro en el manejo reglamentario pueden impedir o retrasar la votación de proyectos de ley respaldados por mayorías abrumadoras. La imposibilidad de votar, luego de agotados los trámites razonables, es una desviación del proceso democrático.

El deseo de insuflarle funcionalidad al proceso de formación de las leyes, sin embargo, no debe opacar la urgente necesidad de avanzar en procura de otro objetivo, exigido por la sociedad cada vez con mayor insistencia. El país requiere de celeridad, pero también de procesos transparentes sobre los cuales fundar la confianza en la institucionalidad democrática. En el reglamento legislativo hay resabios de otras épocas, cuando la preocupación por la apertura cedía ante la pretensión de reservar espacios para el secretismo y la componenda.

La normativa vigente consagra la obligación, o la posibilidad, de votar en secreto, sobre todo, cuando está en juego una sanción o censura. Esos son, quizá, los momentos más indicados para la transparencia. Es un contrasentido sustraer del conocimiento público la actuación de los representantes populares justo cuando la ciudadanía tiene mayor interés en constatar la integridad del procedimiento y las razones de cada diputado para votar en uno u otro sentido.

El voto nominal, expresado pública y personalmente e incorporado a un registro histórico sistematizado y accesible, es una práctica profundamente democrática. Obliga a asumir a plenitud las responsabilidades políticas, facilita la rendición de cuentas y ofrece insumos para la participación ciudadana durante la toma de decisiones y en el momento del sufragio. Todas esas ventajas del voto abierto son particularmente deseables cuando está de por medio el examen de la conducta de un funcionario o la elección de altos cargos del Estado. No son decisiones para un club cerrado, entregado al secretismo.

Así lo entendió la Corte Plena cuando aprobó una propuesta del magistrado Luis Fernando Salazar para eliminar el voto secreto en los procedimientos disciplinarios. En buena simetría con las pretensiones de la reforma en curso al reglamento legislativo, los magistrados también pidieron a la Asamblea facilitar la toma de decisiones mediante la derogatoria del requisito de mayoría calificada para imponer sanciones.

En el Congreso, la destitución del magistrado Celso Gamboa se decidió por 39 votos emitidos en forma pública y nominal, luego de un intenso debate sobre el artículo 104 del reglamento interno, a cuyo amparo un grupo de diputados exigía una votación secreta. Los defensores del voto público sostuvieron que el secreto alteraría el resultado porque eliminaría la necesidad de asumir una responsabilidad personal e histórica.

No hay forma de saber cuál habría sido el resultado de la votación secreta, pero la sospecha misma de desenlaces diferentes en uno u otro escenario es un fuerte argumento a favor de la publicidad. El secreto del voto ciudadano para elegir los altos cargos del Estado es indispensable para evitar la manipulación, la compra de votos y el fraude. Sin el sufragio secreto, es imposible garantizar la integridad del proceso.

No hay similitud alguna con la votación de los diputados en el recinto legislativo. Lejos de asegurar la integridad del proceso, el secreto en la Asamblea Legislativa se presta para el acuerdo inconfesable, bajo la mesa, con grave riesgo de erosión de las instituciones democráticas. En buena hora los legisladores se han propuesto eliminar la mala práctica.