Editorial: El cambio climático ya es innegable

Los efectos del cambio climático son visibles en nuestros tesoros naturales, como los bosques nubosos, y también en las ciudades

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La foto publicada en nuestra edición del 23 de octubre es desgarradora y, también, atemorizante. Los monos cariblancos del Parque Nacional Santa Rosa aprendieron a abrir la llave de una pileta para tomar el agua que la naturaleza les niega en esa zona cada vez más seca de Guanacaste. Hace 20 años, la estación seca comenzaba en noviembre y terminaba en mayo.

Ahora, las lluvias llegan más temprano y luego hay prolongados períodos de sequía. En otros años, comienzan más tarde, con mucha intensidad, pero la temporada dura poco. El monito, doblado sobre el tubo de la pileta, es un doloroso recordatorio de la sequía cada vez más extensa a su alrededor.

No hace mucho, uno de los pioneros en la investigación del cambio climático confesaba que nunca creyó vivir para verlo, pero los efectos son cada vez más obvios. Alejandro Masís Cuevillas, director del Área de Conservación Chorotega, donde se ubica Santa Rosa, también señala la desaparición y el retroceso de la cobertura nubosa hacia las cimas de los volcanes.

Volcanes como Cacao y Orosi, cubiertos de bosque, siempre estaban rodeados de nubes. Ahora, la disminución de la humedad relativa se hace sentir en esos hábitats de gran cantidad de especies, algunas en peligro de extinción. En los bosques nubosos hay más de 755 especies de árboles, entre ellos 40 o 50 frutales que dan alimento a aves y mamíferos. Además, tienen gran importancia hidrológica porque capturan, almacenan y filtran el agua caída, en buena parte, por la condensación de la niebla.

Un delicado equilibrio entre el calor y la humedad hace posible esa maravilla natural, pero no logra sobreponerse al calentamiento del planeta. Amplias extensiones de Monteverde, San Gerardo de Dota, el cerro de la Muerte, Talamanca, Chirripó, Poás, Barva y Turrialba, además de la cordillera de Guanacaste, están en juego.

En el Parque Nacional Chirripó, en San Isidro de Pérez Zeledón, los cambios se notan en la disminución de los cuerpos de agua. Las llamadas “lagunas rojas” se secan casi completamente algunos meses del año, lo cual no solía ocurrir. En los cerros también es notable el incremento de la erosión por la violencia de las precipitaciones.

Los efectos del cambio climático no son visibles solo en nuestros tesoros naturales. El desbordamiento del río Cañas, el 16 de setiembre, dejó 300 damnificados y 170 casas dañadas en Aserrí y Desamparados. El 21 de julio, Parrita, Quepos y Garabito sufrieron 264 inundaciones en diez horas y una docena de días más tarde le llegó el turno a San Carlos.

Ese día, la estación del Instituto Meteorológico Nacional (IMN) en Herradura de Garabito registró 189 milímetros de lluvia (189 litros por metro cuadrado) en ocho horas, cuando el promedio histórico es de 326 milímetros en los 31 días del mes. En Dominical de Osa, cayeron 262 milímetros en nueve horas, cuando el promedio histórico de julio es de 453.

Las perturbaciones del clima ya son un patrón innegable. En nuestro país hay poca polémica al respecto y cada vez se escucha menos en el mundo, pero la negación todavía está presente, alineada con formidables intereses. Participar activamente en la lucha por reducir las emisiones es de obvio interés nacional. Para hacerlo con eficacia, nuestro ejemplo debe ser incontestable, pero no hemos cumplido los compromisos adquiridos con los acuerdos de París. También tenemos la obligación de incorporar la resiliencia al desarrollo nacional. No obstante, cada manifestación violenta del clima nos recuerda cuanto falta por hacer. El cambio climático ya está aquí. Manos a la obra.