Editorial: El arte en los programas educativos

La enseñanza de la música en nuestras escuelas primarias y en la secundaria es paupérrima.

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Siempre resulta saludable remontarnos a la Grecia clásica, especialmente a ese dorado cuarto siglo antes de Cristo, el de Platón, Sócrates, Aristóteles y Pericles. Su concepción de la educación, en particular, es digna de ser revisitada. En su República, Platón hablaba del quadrivium, esto es, cuatro artes liberales: aritmética, geometría, música y astronomía. El quadrivium se complementaba con el trivium, constituido por la lógica, la gramática y la retórica (que tenía un sentido radicalmente diferente del que hoy le atribuimos, y significaba no solo el bello decir, sino el decir correcto, inteligente, articulado). El quadrivium y el trivium configuraban las siete artes liberales, netamente diferenciadas de las artes prácticas, como la medicina o la arquitectura. El quadrivium era considerado un corpus de saber preparatorio para la filosofía o la teología, las artes liberales por excelencia.

Pero lo que nos interesa subrayar en este esquema curricular es la presencia de la música. No era únicamente el arte de producir sonidos gratos al oído: era una ventana hacia la Verdad, tenía un valor gnoseológico y epistemológico. Más que una mera destreza, representaba una forma superior de la inteligencia, una manera de vincularse al mundo. Y decimos esto porque a Costa Rica muy bien le caería absorber algunos conceptos del siglo de Pericles. La enseñanza de la música en nuestras escuelas primarias y en la secundaria es paupérrima. La mayoría de los alumnos toma las clases de música como una prolongación del recreo, o como un providencial espacio para hacer las tareas de otras materias que no se abordaron en la casa. Si las matemáticas sumen a nuestros estudiantes en el terror, la música es el ámbito para la chanfaina y el relajo. No es culpa de los profesores: el sistema entero está orientado de esta manera: ¿La música? Una disciplina de importancia secundaria, algo prescindible, una mera golosina.

En cierta ocasión, un expresidente de la República dijo, a propósito del recorte presupuestario que se preparaba a infligirle a la cartera de Cultura: “Cuando en una casa hay penuria económica, lo que se recorta es el postre, no la sopa, la ensalada, ni el plato mayor”. De modo que tal era el concepto que tenía de las artes en general: el postre en la mesa de la cultura. La metáfora gastronómica es elocuente: el arte es la parte de la cena que tendría menos valor nutritivo, y que por consiguiente podemos omitir. Evidentemente, nuestro presidente no había leído La República ni tendría la menor idea del quadrivium, el trivium y las siete artes liberales.

Las artes son fundamentales porque nos permiten expresarnos a nosotros mismos, expresar una dimensión de nuestro ser que no puede ser expresada de ninguna otra manera. Todo cuanto es inefable en nuestro ser puede ser formulado, de manera codificada, a través de las artes. El arte es una jornada de autoconocimiento y de conocimiento del mundo. Su valor es inmenso. Forma parte de la definición misma del ser humano: homo aestheticus: somos la única especie animal que se recrea lúdicamente con las formas, los colores, los sonidos, las texturas. La vida no es concebible sin el arte. Sería una existencia agostada, paupérrima, un campo yermo, un desierto en el que el espíritu no encontraría motivo alguno de solaz.

Nuestro sistema educativo debe reforzar la enseñanza de las artes, darles su lugar de honor, exigir para ellas la dignidad que tuvieron para los antiguos griegos. Es crucial que los alumnos entiendan que el arte tiene la misma dignidad epistemológica de cualquier ciencia, que convoca la totalidad de nuestro ser (el cuerpo, el intelecto, el espíritu), todo él concentrado en un solo acto creativo. El alumno debe abordarlo gozosamente, pero también con disciplina y persistencia: las más puras alegrías que el arte nos depara vienen después del esfuerzo inicial que su práctica demanda.