Editorial: Doble crisis en el Reino Unido

El caos económico generado por la saliente primera ministra ha acelerado la inestabilidad política. Su Partido Conservador, pilar político del país por 200 años, se ha precipitado en una decadencia aguda y peligrosa

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El 6 de setiembre asumió como primera ministra. El 20 de octubre se vio forzada a renunciar al cargo, en medio de una doble crisis: económica y política, rodeada por un contexto de enorme desconfianza. De inmediato, Liz Truss estableció un récord del cual ella y su Partido Conservador deberían sentir vergüenza, además de gran preocupación: ser la jefa de gobierno de más corta permanencia en la historia del Reino Unido.

Todo indica, sin embargo, que esta decisión difícilmente pondrá fin a las turbulencias que generó durante su corto paso por el poder, porque sus raíces y efectos son más profundos.

El detonante de la situación actual es claro. A los pocos días de que Truss llegara al número 10 de Downing Street, su ministro de Finanzas y amigo de años, Kwasi Kwarteng, dio a conocer un “mini presupuesto” basado en una receta fiscal más asentada en la fantasía que en el rigor económico. El plan incluyó una mezcla de medidas imposibles de armonizar, sobre todo, en un período de alta inflación como el que viven su país y el mundo: una fuerte rebaja de impuestos para las personas y empresas con mayores ingresos, un gran incremento del gasto público —entre otras cosas, para subsidiar el consumo energético—, el consecuente endeudamiento masivo para hacer frente a las obligaciones, y la creencia de que el presunto impulso a la producción que daría la reducción impositiva aumentaría muy pronto la recaudación fiscal y, por ende, reduciría el déficit.

Los mercados, a los que Truss tantas veces ha rendido tributo, rechazaron la extraña pócima. El resultado más directo fue un desplome en el valor de la libra esterlina y una caída en el precio de los bonos estatales, que golpearon a los ahorrantes y los fondos de pensiones y obligaron a una intervención inmediata del Banco de Inglaterra, para evitar que el deterioro fuera imparable. Aun así, la hondura y extensión del daño tornaron insostenible la receta. Esto produjo la renuncia de Kwarteng, y que su sucesor, Jeremy Hunt, anunciara, el lunes 17, la reversión de prácticamente todas las medidas. Vino un período de tranquilidad, pero el caos resultante del episodio, con su secuela de desconfianza hacia la capacidad de gestión de Truss y los conservadores, tornaron inevitable su salida.

La tranquilidad resultó muy corta. A un vigoroso repunte en los mercados tras la renuncia de la primera ministra, ha seguido una nueva etapa de inestabilidad, generada por el proceso de sucesión. Existen grandes dudas sobre la capacidad de sus posibles reemplazos para conducir al país responsablemente; sobre la unidad del Partido Conservador, cada vez más fragmentado e impopular; y sobre la legitimidad del proceso para seleccionar quién conducirá el gobierno.

Aunque cada vez es más creciente el clamor para el inmediato adelanto de las elecciones previstas para mayo del 2024, la posibilidad parece remota. Con apenas un 14% de aprobación en este momento, difícilmente los conservadores, que dominan el Parlamento, avalarán tal decisión: el resultado sería una contundente derrota frente al Partido Laborista. Por esto, lo más probable es que utilicen un mecanismo estrictamente partidista para escoger al reemplazo de Truss.

Esto hará que, a los demás factores generadores de crisis —algunos activos desde el llamado brexit, en el 2016—, se añada un déficit de legitimidad democrática, que abonará a la inestabilidad política y tornará más difícil aún lidiar con los enormes retos económicos que se acumulan. Entre ellos están una inflación anual que llegó al 10% en setiembre, la más rápida alza de los alimentos en 40 años, precios récord para la energía, tensiones laborales, caída en el consumo de los hogares y tasas de interés crecientes, en medio de la desaceleración económica.

Es lamentable y alarmante que el Partido Conservador, gran pilar de la sensatez política británica durante 200 años, y que ha producido primeros ministros de la talla de Benjamin Disraeli, Winston Churchill y Magaret Thatcher, se haya precipitado tan profundamente en un torbellino de conflictos, decadencia e ingobernabilidad. Pero peor aún es que, con él, esté arrastrando hacia abajo a un país ejemplar por sus valores liberales, democracia, dinamismo y diversidad.