Editorial: Crimen organizado en prisiones

Más que la ineficacia de la ley, el caso evidencia profundas deficiencias del sistema penitenciario, empezando por la corrupción.

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En julio del 2019 comenzaron a correr los nueve meses del plazo concedido por ley a las operadoras de servicios telefónicos para interrumpir la señal celular en las prisiones. El tiempo se cumplió en marzo, pero el Organismo de Investigación Judicial acaba de informar de la desarticulación de una banda de estafadores controlada desde el centro penitenciario La Reforma por un reo con extraordinarios talentos organizativos.

Entre los doce detenidos figuran dos funcionarios descritos como «mandos directivos» del centro penal y un oficial de seguridad. El reo y sus cómplices operaban, dentro de la cárcel, un auténtico call center para ejecutar las estafas. Solo en los últimos meses consiguieron ingresos de ¢500 millones. Cómplices en libertad vigilaban a las víctimas para recopilar datos utilizados por los estafadores para desarrollar empatía y confianza. Luego, se encargaban de lavar las ganancias mediante la compra de vehículos, una finca y ganado, entre otros bienes.

La complejidad de la operación, dice la Policía, dificultó desmantelarla. Las estafas no dependían únicamente de la tecnología celular. La banda también conseguía datos personales y de seguridad de las víctimas para entrar a sus cuentas bancarias y hacer traslados de dinero a otras cuentas. Para lograrlo, inducían a las personas a introducir sus datos en páginas electrónicas falsas y cuidadosamente clonadas con el fin de capturar la información y luego saquear las cuentas.

¿En qué queda la ley siete meses después de vencido el plazo para bloquear la señal en los centros penales? En la ineficacia, podríamos decir sin más prueba que la sofisticada organización criminal descrita por el OIJ. Mejor es preguntarse si alguna vez tuvo posibilidades de éxito, sobre todo en el plazo señalado. Impedir las comunicaciones en una zona determinada es perfectamente posible, pero hacerlo con selectividad y precisión exige un esfuerzo mayor. En regiones pobladas, como el vecindario de La Reforma, es difícil cortar la señal en la cárcel sin afectar a la población circundante. El problema técnico no se resuelve con una ley.

La existencia de la organización delictiva recientemente desmantelada revela falencias más profundas del sistema penitenciario. Las conocemos bien, pero solo se visibilizan al impulso de hechos dramáticos, como una fuga, una serie de homicidios o la desarticulación de una operación criminal de grandes proporciones.

El bloqueo de la señal telefónica sería menos urgente si el tráfico de aparatos cesara. Lo mismo podríamos decir de otros artículos prohibidos en las prisiones. Ningún centro penitenciario puede frenar el trasiego por completo, pero mucho se lograría disminuyéndolo. Para conseguirlo, no basta con mejorar las técnicas de vigilancia. Importa más erradicar la corrupción.

Más que por la disponibilidad de medios de telecomunicación, el éxito de la banda desarticulada en La Reforma se explica por la complicidad de «mandos directivos» y un oficial de seguridad. El líder disfrutaba de teléfonos celulares, pero también tenía la facilidad de pedir traslado de módulo cuando algún oficial lo vigilaba demasiado o surgía cualquier otro inconveniente para la «normal» ejecución de las actividades ilícitas.

Sin la relativa privacidad proporcionada por los encargados de administrar la seguridad, y sin su «vista gorda», la organización de la banda y la ejecución de sus fechorías habría resultado mucho más difícil, aun a falta de las soluciones tecnológicas exigidas por ley. No está mal insistir en encontrarlas y, en algunos lugares, como los centros penitenciarios ubicados en zona rural, es más fácil hacerlo, pero el frío no está en las cobijas.