Editorial: Cien días de atrocidades

La invasión a Ucrania muestra un saldo atroz del que el déspota Vladímir Putin es claro responsable

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Los cien días transcurridos desde el jueves 24 de febrero, cuando Rusia decidió invadir Ucrania sin justificación alguna, hasta hoy, se resumen en una sola palabra: atrocidad.

Por desgracia, su efecto es plural; por dicha, ha activado las mejores fibras de la población agredida y un gran respaldo democrático internacional.

Atroz fue el móvil imperial de esta guerra de agresión: convertir a Ucrania, Estado soberano con una nacionalidad distintiva y vigorosa, en un vasallo de Rusia y someterlo a los designios de Moscú.

Atroz fue la violación de principios básicos de la convivencia y el derecho internacional —rotos desde que las primeras tropas cruzaron la frontera y sus aviones dispararon las primeras bombas—, a la soberanía nacional, la integridad territorial y la ilegitimidad de la fuerza como vía para resolver conflictos o, peor aún, controlar territorios.

Y atroces han sido las vulgares mentiras con las que el déspota Vladímir Putin ha pretendido justificar sus actos y esconder sus fracasos: la fantasía de una simple “operación militar” destinada a “desnazificar” un país, evitar los inexistentes crímenes de sus gobernantes y protegerse de fantasiosas agresiones occidentales.

Pero lo peor son las enormes atrocidades cometidas por los invasores tan pronto comenzaron las hostilidades. Cada día que pasa se aceleran con sistemática crueldad, conforme la heroica resistencia de los ucranianos, con apoyo de las grandes democracias occidentales, resiste el avance ruso y expone el virtual colapso de la estrategia del Kremlin y las profundas falencias de su aparato militar.

La destrucción de ciudades, el uso de municiones racimo, el ataque a blancos civiles, el asesinato frío de ciudadanos comunes, la obstrucción de las rutas de evacuación no militares, el secuestro de personas, el bloqueo a la exportación de trigo y otros insumos, la “rusificación” de territorios ocupados e, incluso, los maltratos a sus propias tropas, cuya moral está por los suelos, son parte del abominable repertorio para imponerse con el único recurso de la violencia. Muchos de sus componentes constituyen indudables crímenes de guerra, penalizados severamente por el derecho internacional.

Por el momento, el saldo es pavoroso, en particular los miles de muertos, tanto civiles (solo ucranianos) como militares (de ambos bandos) y los millones de desplazados, así como la devastación de gran parte de la infraestructura física ucraniana.

Pero la inquebrantable voluntad defensiva de los ucranianos no se ha rendido ante la feroz arremetida invasora. En esto han fallado estrepitosamente los cálculos de Putin y sus generales.

Y también han fallado en su presunción de que la respuesta de Europa, Estados Unidos, Canadá, Japón y otros aliados sería débil y de poca duración.

Al contrario, aunque con diferencias de criterio y algunas fracturas, la contundencia de las sanciones crecientes económicas y comerciales impuestas a Moscú, el apoyo militar a las fuerzas armadas de Ucrania, la resiliencia frente a la manipulación del gas ruso como arma de guerra, la acogida a los refugiados, la coordinación diplomática y la convergencia estratégica en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), gran alianza defensiva occidental, son ejemplares.

El impacto del conflicto ha generado un shock en los precios de los hidrocarburos, que todos sufrimos; el bloqueo naval ruso a Odesa y otros puertos en el mar Negro ha reducido al mínimo las exportaciones de trigo y semillas de girasol desde Ucrania, gran productora mundial.

El resultado, además del incremento en costos, puede ser un desabastecimiento global que genera hambruna en algunos países, sobre todo, africanos. Esto es parte también de las atrocidades, y Putin trata de usarlo como moneda de cambio para imponer una “paz” que implique, simple y llanamente, legitimar el cercenamiento del país agredido.

Ninguna de estas tácticas, sin embargo, ha evitado otro resultado de la temeraria acción agresiva: la transformación en fracaso para Putin y sus ímpetus, aunque son evidentes los avances territoriales.

Fracasó en sus planes militares originales, en la presunción de que los ucranianos acogerían a sus tropas como liberadoras o que no podrían enfrentarlas con éxito y en evitar un deterioro económico interno que cada vez debilitará más su capacidad bélica y podrá atizar el descontento.

Además, está fracasando su operación de ocultamiento a la población de la realidad de la catástrofe ucraniana, que, entre otras cosas, demuestra cómo el gran poderío militar no descansa en el número de tropas, la parafernalia de las armas convencionales o la amenaza de usar las de destrucción masiva, sino también en el consenso ciudadano, la buena inteligencia, la estrategia, las ágiles cadenas de mando y la motivación de las tropas.

No existen indicios de un fin pronto a la atroz tragedia desatada por Putin hace cien días. El objetivo debe ser la paz, pero no asentada en el simple apaciguamiento que alimentará aventuras quizá peores.

Sus bases deben ser el respeto a la integridad de Ucrania, a la voluntad soberana de sus ciudadanos, a los derechos humanos y a la independencia nacional. Es lo que inspira a su población y es lo que el mundo democrático debe exigir.