Editorial: Afganistán 20 años después

El retiro militar de Estados Unidos aumenta la incertidumbre sobre el futuro del estratégico país. El mayor costo, tras dos décadas de fallida intervención, lo han pagado, y seguirán pagando, los civiles afganos.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

En pocas semanas, Estados Unidos concluirá oficialmente su presencia militar en Afganistán. La fecha fijada por el presidente Joe Biden, al anunciar el retiro el pasado 14 de abril, es el 11 de setiembre, cuando se cumplen 20 años de los ataques terroristas a las Torres Gemelas de Nueva York, origen de la intervención. Sin embargo, las posiciones más estratégicas ya han sido evacuadas, y el 9 de este mes el mandatario aseguró que los últimos soldados saldrían el 31 de agosto.

Entretanto, los talibanes (extremistas islámicos), cuya derrota, junto con la de la red terrorista Al Qaeda, fue el propósito inicial de intervención estadounidense, han acrecentado la presión militar sobre el gobierno de Kabul, la capital. Su control territorial avanza, hasta ahora, de manera incontenible. La incertidumbre impera. La desconfianza en la capacidad del Estado y sus fuerzas armadas para frenar la arremetida crece. La corrupción rampante entre élites políticas y económicas es tema de cada día. Las pugnas en la cúpula del poder son evidentes y el temor se ha apoderado de amplios sectores de la población —en particular las mujeres—, preocupados por el futuro de los derechos recuperados tras la Constitución del 2004.

Además, el ímpetu de potencias regionales, en particular Rusia e Irán, por intentar llenar el vacío creado por Estados Unidos y sus aliados, se ha hecho evidente. Esto generará inestabilidad geopolítica, exacerbada por la posibilidad de que se activen redes terroristas con nexos en países vecinos, particularmente Pakistán.

Que tras dos décadas enormemente costosas en vidas y recursos económicos este sea, en síntesis, el panorama que dejan tras sí Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) es, por decir lo menos, desalentador. Revela, entre otras cosas, la fallida estrategia que se siguió y lo difícil que es transformar, o apenas pacificar, un país con una larga historia de fragmentación tribal, pugnas de poder, intervenciones externas y vacíos institucionales.

---

Aunque la población afgana, al menos en las ciudades, ganó en libertades y oportunidades, es muy posible que las pierda en pocos meses. Será como regresar al punto de partida, tras un círculo que ha generado enormes costos.

En sus declaraciones de hace pocos días, Biden resumió el balance para su país con estas cifras: un billón (un millón de millones) de dólares en gastos, 2.448 muertos, entre soldados, contratistas de seguridad y civiles estadounidenses, y 20.722 heridos, a los que se suman las bajas y costos materiales —aunque mucho menores— de la OTAN. Pero el gran peso les ha tocado, sobre todo, a los afganos, que han perdido alrededor de 60.000 miembros de sus fuerzas de seguridad y más del doble entre los civiles.

Muchos de los recursos estadounidenses han sido utilizados en la reconstrucción física del país y el adiestramiento y dotación de distintos cuerpos armados, entre ellos, cerca de 300.000 soldados. Hasta ahora su desempeño ha estado por debajo de esos recursos, y su moral ha caído en una pendiente de retroceso, impulsada por jefaturas ineptas y corruptas, estrategias poco eficaces y, como resultado, el avance de los talibanes, a menudo con el apoyo de dirigentes tribales en las zonas rurales del país.

A principios del pasado año, negociaciones entre Estados Unidos y los talibanes —en las que no participó el gobierno afgano— condujeron a un acuerdo, en principio, con dos pilares esenciales: una segunda fase negociadora interna para alcanzar un acuerdo de paz y gobernabilidad y el compromiso de Washington de retirarse el 31 de mayo del 2021. Fijada la fecha, los insurgentes, que nunca estuvieron verdaderamente comprometidos con una solución pactada, perdieron interés en todo tipo de negociaciones con sus contrapartes en Kabul. Y si bien redujeron sus ataques contra los estadounidenses, no cesaron en su ofensiva general. Con la nueva fecha, y el inicio del retiro a rápidos pasos, su avance se ha acelerado.

Las perspectivas futuras son sumamente inquietantes, sobre todo para la población afgana que, si los talibanes regresaran al poder, retrocedería dramáticamente en sus derechos. A esto se suma el espectro de conflictos tribales internos, la inestabilidad regional, la intervención de potencias externas y la pérdida de credibilidad de Estados Unidos como aliado.

No queremos decir con lo anterior que su salida no esté justificada. Tras 20 años con pocos resultados, era solo cuestión de tiempo. En esas dos largas décadas, la intervención falló en crear las condiciones para dejar un legado cuando menos razonable. La guerra termina para Estados Unidos, pero sigue en Afganistán. Su desenlace, pareciera, es muy posible que resulte en caos, dictadura o una mezcla de ambos.