Editorial: Acuerdo ‘stand-by’ con el FMI

El regreso a la senda del crecimiento exige revisar cuanto antes el gasto público corriente y decidir, de una vez por todas, cuáles activos son realmente estratégicos.

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El gobierno anuncia el inicio de conversaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en procura de un acuerdo de estabilización, stand-by, con la posibilidad de obtener un crédito estimado en $2.250 millones, por desembolsar a lo largo de tres años, a condición de que se adopten una serie de medidas de ajuste macroeconómico encaminadas a garantizar la sostenibilidad del endeudamiento del Gobierno Central.

Un convenio con el FMI ofrece varias ventajas. Por un lado, con el apoyo del equipo técnico de esa entidad multilateral, la contrapartida nacional puede modelar, con el rigor deseable, las perspectivas macroeconómicas, tanto pasivas (si no se tomaran medidas) como activas (con las acciones convenidas). El acuerdo tiene gran valor, aunque la pandemia de la covid-19 podría causar mucho ruido en las proyecciones, pues no se tiene idea clara de su curso. Además, constituye una especie de certificación independiente, como las emitidas por los auditores de los estados financieros empresariales.

En principio, el endeudamiento sostenible del Gobierno Central se calcula en el equivalente al 50 % del valor de la producción anual de bienes y servicios (producto interno bruto), pero al final del 2020 rondaría el 67,2 %, según el propio FMI. Si el crecimiento económico, que este año podría ser negativo, no se retoma pronto, bajar la relación al 50 % del PIB podría tomar más de diez años y, mientras tanto, la carga de intereses sería considerable.

Con el fin de estabilizar la deuda pública, será necesario producir, cuanto antes, un superávit primario (antes del pago de intereses), una tasa de interés relativamente baja y que la economía crezca cada año a un ritmo acelerado, tanto más cuanto más grande sea la distancia del endeudamiento efectivo con respecto a la meta del 50 %.

Con el fin de lograrlo, será necesario adoptar un conjunto de medidas que, por la magnitud del desvío, tengan efectos cuantitativamente significativos y relativamente rápidos. El aumento de impuestos, en general favorecido por el FMI, no parece ser la solución en nuestro caso porque atentaría contra el crecimiento económico, que es la prioridad. El crecimiento demanda una apertura controlada de los sectores productivos para reducir el desempleo y generar ingresos a las familias que los han visto mermar por las medidas adoptadas contra la pandemia. Además, el aumento del poder de compra permitirá al fisco mejorar la recaudación tributaria sin necesidad de nuevos impuestos.

Por eso, el mayor esfuerzo de ajuste para reducir el déficit fiscal, que este año podría ascender a un 9 % del PIB, debe ser la reducción sostenible del gasto público. Eso exige actuar sobre el renglón de salarios y cargas asociadas, pues al hacer el gobierno un uso intensivo del factor trabajo, las remuneraciones constituyen el mayor componente de gasto en el presupuesto nacional. Poco, o casi nada, se logra reduciendo viajes y recepciones, por ejemplo, aunque por su valor simbólico convenga actuar también sobre esas partidas. Es necesario enfrentar decididamente el nivel de empleo público y sus remuneraciones.

La venta de activos no estratégicos, como la Fábrica Nacional de Licores y el Banco Internacional de Costa Rica, toma tiempo. Es bienvenida, pero no aporta suficientes recursos, como ocurriría si vendiéramos uno de los bancos comerciales del Estado. La economía está en un barranco, en mucho porque la pandemia nos encontró con una situación fiscal débil. El regreso a la senda del crecimiento exige revisar cuanto antes el gasto público corriente y decidir, de una vez por todas, cuáles activos son realmente estratégicos.