Editorial: ¢17.000 millones y ningún responsable

Las indagaciones internas sobre lo sucedido en el tramo Chilamate-Vuelta de Kooper no hallaron mérito siquiera para pasar de la fase preliminar.

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Es difícil precisar las pérdidas debidas a la mala gestión de la carretera entre Chilamate y Vuelta de Kooper. La Contraloría General de la República apunta al pago de ¢17.000 millones más de lo presupuestado, pero la vía acorta el recorrido entre sus dos extremos en 60 kilómetros y la construcción tardó más del doble del tiempo previsto.

Durante dos años y medio el transporte de carga y personas hizo el viejo recorrido de 87 kilómetros cuando ahora, con la vía inaugurada en agosto del 2017, basta con transitar 27 kilómetros. El costo en dinero y calidad de vida de los atrasos en la construcción de carreteras y otra infraestructura a menudo se olvida al calcular pérdidas, pero es absolutamente real.

Sea cual sea la suma perdida, alcanza para esperar que alguien haya sido objeto, por lo menos, de un regaño. No es así. El Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) tardó cuatro años y ocho meses en construir 27 kilómetros e invirtió ¢42.363 millones en lugar de los ¢25.318 millones presupuestados, pero las indagaciones internas no hallaron mérito siquiera para pasar de la fase preliminar.

La única sanción fue establecida por la Contraloría, por una falta relativamente menor. La ingeniera encargada de la unidad ejecutora fue responsabilizada en sede administrativa por actuaciones que debilitaron el control interno. Según la Contraloría, la falta alcanzó el «grado de culpa grave» y consistió en el traslado de fondos de un renglón con excedentes a otros necesitados de financiamiento.

Ninguna relación guarda la conducta sancionada con las causas del notable atraso, el exorbitante aumento del costo y los inconvenientes sufridos por los usuarios, pero, para colmo de ironías y firme anclaje de la cultura de impunidad, la sanción de ocho días de suspensión no pudo ser aplicada porque la profesional había dejado de trabajar para el Ministerio.

La Contraloría no duda en atribuir a la mala administración 22 de los 56 meses invertidos en desarrollar el proyecto. La construcción comenzó con diseños desactualizados. Eso exigió obras adicionales y nuevos permisos, tramitados después de la orden de inicio de los trabajos. En ese momento, las expropiaciones no se habían completado y faltaban permisos ambientales.

Esas deficiencias, es razonable suponer, apuntan a determinados funcionarios, responsables de las fallas por acción u omisión. Alguien dio la orden de inicio y debió saber de la desactualización de los planos. Si no lo supo, actuó con ligereza o bajo engaño, en cuyo caso alguien debe ser responsable de engañarle. En suma, es difícil creer en la imposibilidad de individualizar responsabilidades suficientes para, cuando menos, un regaño, como apuntamos con anterioridad.

El precedente habría sido invaluable, porque la norma ha sido la impunidad, como demuestra el historial de infinidad de obras en el país, entre ellas la tragicómica «platina» del puente sobre el Virilla, un símbolo de cuanto hacemos mal y también de la aparente imposibilidad de establecer sanciones. Nadie perdió el puesto por los millones invertidos y el costo de ocho años de embotellamientos kilométricos en una de las principales vías del país, todo por el desprendimiento de la placa metálica colocada sobre una junta de expansión y la larga cadena de soluciones fallidas a partir de la primera, que solo duró dos días, y la segunda, todavía peor, porque exigió $7 millones para normalizar el tránsito por apenas siete horas.

La «platina» viene a cuento por su valor simbólico. Pocas fallas han generado tantos inconvenientes, pero muchas otras obras son sinónimo de proverbial falta de planificación, mala administración y ausencia de responsabilidades. Barú-Piñuelas y la carretera a San Carlos están entre las obras emblemáticas, pero Paquera-playa Naranjo y otras están prontas a sumárseles. Las soluciones exigen una revisión de los procedimientos, especialmente la planificación. No obstante, una parece obvia y no debería ser difícil: acabar con la pésima práctica de no sentar responsabilidades.