Despenalización de las faltas contra el honor

Hay un rico acervo de doctrina y jurisprudencia internacional sobre esta materia. Legislar sin conocerlo implica graves riesgos, aunque las intenciones sean buenas

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El Frente Amplio presentó un proyecto de ley para despenalizar las ofensas contra el honor. Compartimos el objetivo general, pero la iniciativa está ayuna de las garantías necesarias para hacer de ella un avance y no un retroceso en materia de libertad de expresión. A falta de esas garantías, preferimos el sistema actual.

La afirmación puede resultar sorprendente para nuestros lectores. La Nación y sus periodistas han sido víctimas de incontables acusaciones penales, la mayoría de ellas antojadizas, y la amenaza de otras nuevas se cierne a diario sobre nuestro trabajo. Pero en un altísimo porcentaje de los casos salimos victoriosos, sobre todo después de la adopción jurisprudencial de doctrinas más avanzadas y protectoras de la libre expresión.

La razón del éxito son las garantías ofrecidas por el derecho penal. Somos inocentes mientras no se demuestre culpabilidad y el grado de culpabilidad exigido es el dolo, no la mera impericia, imprudencia o negligencia. La legislación vigente se ha depurado para excluir la pena de prisión y los delitos se castigan con días multa. Cuando hay acción civil resarcitoria, los jueces penales indemnizan con una moderación inusual en los tribunales civiles, acostumbrados a fallar casos donde los intereses en juego son fundamentalmente pecuniarios y, a menudo, cuantiosos.

Cada vez menos, los tribunales aplican la prueba de la verdad como se hacía antaño, obligando al acusado a demostrar la exactitud de lo publicado. Esa inversión de la carga de la prueba (y de la presunción de inocencia) daba indebidas ventajas al demandante. Cada vez más, los tribunales entienden que la verdad es elusiva y aceptan la defensa de la veracidad ex ante, como la ha desarrollado la jurisprudencia constitucional española. No es culpable quien estuviera razonablemente convencido de la veracidad de lo publicado en el momento de la difusión, aunque después haya discrepancia entre lo dicho y la realidad material.

La despenalización de los delitos contra el honor implica el desplazamiento de la materia hacia los tribunales civiles. Es un objetivo meritorio, pero no sin trasladar a esa jurisdicción las doctrinas descritas. En la jurisdicción civil de la actualidad, bastaría la culpa para declarar responsable al acusado de una falta contra el honor. Tampoco gozaría de la presunción de inocencia. Además, la carga de la prueba se gobierna por otras reglas.

Indemnizaciones millonarias, impuestas en procesos donde la condena se funda en el grado más leve de culpabilidad, son una receta segura para inhibir la libertad de expresión y cerrar la puerta a la denuncia. Ese resultado es diametralmente opuesto a los magníficos fines perseguidos por los proponentes de la reforma.

La mejor prueba del peligro de la pura y simple jurisdicción civil para la libertad de expresión es el caso judicial más importante e influyente de la historia: Sullivan vs. New York Times. En 1960, el prestigioso diario neoyorquino publicó una página calzada con las firmas de prominentes figuras de la lucha por los derechos civiles donde se daba cuenta de abusos policiales contra activistas en Montgomery, Alabama, una de las regiones más azotadas por el racismo imperante en la época. El texto contenía inexactitudes menores, que en nada desfiguraban la realidad sustancial. Hablaba, por ejemplo, de siete arrestos de Martin Luther King, cuando solo había sido víctima de cuatro; durante una protesta estudiantil, los estudiantes cantaron el himno nacional, no la canción patriótica My Country, ‘Tis of Thee, y aunque la Policía se presentó, fuertemente armada y en grandes números, en el campus de la Universidad de Alabama, nunca lo rodeó, como decía la publicación.

El jefe de la Policía de Montgomery, L. B. Sullivan, demandó al diario y a cuatro firmantes de la publicación. En la jurisdicción civil, ganó una indemnización de $500.000, astronómica para la época. El éxito de Sullivan motivó a decenas de oficiales de la Policía a plantear demandas similares. La existencia del New York Times estaba amenazada, tanto como la libertad de expresión en general, pero nadie corrió peligro, en ningún momento, de sufrir una condena penal. ¡Por larga tradición del common law, los delitos contra el honor en Estados Unidos estaban despenalizados!

El caso llegó hasta la Corte Suprema, cuyo histórico fallo se conoció en 1964. Fundamentalmente, los magistrados encontraron que el valor del debate democrático y las garantías constitucionales de la libertad de expresión no podían ser tutelados por las normas habituales de la legislación civil. Allí nació la doctrina de la malicia real.

En síntesis, la Corte juzgó que la mera negligencia, imprudencia o impericia no pueden ser fundamento de una condena y es preciso proteger el error para no inhibir la discusión en la sociedad democrática. Estableció, entonces, la necesidad de demostrar que el informador actuó con conocimiento de la falsedad o temerario menosprecio por la verdad. Es decir, la mera culpa civil no es fundamento para una condena. Es preciso constatar el dolo o, cuando menos, el dolo eventual (el autor se representa el posible daño, no lo quiere, pero le es indiferente la posibilidad de producirlo). Los magistrados también fijaron la carga de la prueba en hombros del demandante y restringieron la indemnización a los daños efectivamente demostrados. Todo esto, dijeron los altos jueces, es necesario para evitar el efecto de congelamiento ( chilling effect ) de la legislación civil sobre la libertad de expresión.

Ese, precisamente, es el objetivo del proyecto de ley planteado por el Frente Amplio a tenor de las declaraciones del jefe de fracción, Edgardo Araya, quien recordó a manera de ejemplo la demanda planteada en su contra por Industrias Infinito a raíz de críticas formuladas contra el fallido proyecto de minería a cielo abierto en Cutris de San Carlos. ¿Habría sido mejor si en lugar de entre 10 y 150 días multa, además de las reparaciones habituales en la vía penal, la demanda implicara el riesgo de pagar ¢200 millones en indemnización, por los cuales responderían todos los bienes del legislador? ¿Sería mejor si la carga de la prueba pesara sobre el demandado y el éxito de la acción dependiera de la demostración del daño al honor y el establecimiento de un ínfimo grado de culpa, no dolo? ¿Puede el debate democrático quedar a expensas del artículo 1045 del Código Civil: “Todo aquel que por dolo, falta, negligencia o imprudencia, causa a otro un daño está obligado a repararlo junto con los perjuicios”?

Hay un rico acervo de doctrina y jurisprudencia internacional sobre esta materia. Legislar sin conocerlo implica graves riesgos, aunque las intenciones sean buenas. Desafortunadamente, el tema es poco estudiado en el país y menos en la Asamblea Legislativa. Así se constata en la iniciativa del Frente Amplio y también en la oposición de legisladores convencidos de que la despenalización conlleva una licencia para difamar. Unos y otros están equivocados. La legislación vigente es mucho más benigna para la amplitud del debate democrático y el paso puro y simple a la vía civil sería fatal. Reconocerlo no exige abandonar el ideal de una despenalización bien pensada.