Desatino armamentista

Policías, no soldados, es lo que requieren nuestros países

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La noticia, publicada en nuestra edición del lunes último, parece surrealista: los ejércitos suramericanos han desatado una carrera armamentista de vastas proporciones. Países como Perú, Brasil y Ecuador, entre otros, están adquiriendo avanzados tanques y cazabombarderos cuya factura asciende a sumas astronómicas, injustificables a la luz de las prioridades nacionales y del presente contexto mundial. Miles de millones de dólares serán así desperdiciados en instrumentos de muerte y destrucción para librar guerras inexistentes. Cuantiosos recursos financieros, siempre escasos en nuestras naciones, serán destinados a surtir arsenales cuyo único objetivo es complacer a las instituciones castrenses y enriquecer a los traficantes del ramo y sus socios locales.

El absurdo es mayúsculo: ¿cuántas escuelas, cuántas viviendas, cuántas clínicas, cuántas carreteras, en fin, cuántas obras públicas para mejorar el nivel de vida de los ciudadanos podrían construirse con esos fondos? ¿Quiénes se benefician realmente de dichas transacciones? Estas son apenas algunas de las muchas preguntas obligadas ante tal despilfarro de dineros de los contribuyentes. Y, sobre todo, cabe cuestionar la necesidad misma de los ejércitos en la época actual.

Las fuerzas armadas de la región raramente han desempeñado funciones genuinas de defensa nacional. Más bien, desde temprano devinieron en mecanismos de ascenso social y, en particular, en árbitros del orden político. También, por desgracia, se convirtieron en feudos de onerosos privilegios. La Guerra Fría insufló nuevo oxígeno en los ejércitos, abocando a la mayoría de ellos a las tareas de contrainsurgencia. De cara a la proliferación de movimientos guerrilleros alentados por la URSS a través de Cuba, una creciente asistencia técnica y material de Estados Unidos deparó una pujanza inédita a los cuerpos castrenses latinoamericanos. Lamentablemente, esta cornucopia fomentó corrupción en los mandos militares al tiempo que el mayor protagonismo en el campo de la seguridad estimuló su injerencia en el ámbito político en detrimento de las instituciones civiles.

Hoy, finalizada la Guerra Fría, los ejércitos encuentran difícil adaptarse a los cambios producidos. Sin duda, el nuevo contexto presenta retos muy diferentes a los de la época previa. En particular, cada día se torna más evidente que la principal amenaza a la estabilidad de nuestros países ya no proviene de la sedición marxista sino del narcotráfico, fusionado con los consorcios internacionales del crimen y el terrorismo. El imperio subterráneo de los estupefacientes, además, ha amasado fortunas inimaginables para socavar las fibras morales de la sociedad y corromper las estructuras del Estado. Frente a estos peligros, los militares han demostrado no solo incompetencia sino también una alarmante propensidad al contagio.

En vez de ejércitos, Latinoamérica requiere hoy de eficientes órganos policiales, imbuidos de civilismo y altamente especializados en la lucha contra las drogas y sus males conexos. Existe, empero, una agenda infinitamente más urgente y a la cual, ojalá, se destinaran los recursos que suelen invertirse en armas: inculcar a las nuevas generaciones dosis masivas de valores éticos y cívicos. Sin ellos, las juventudes seguirán perdiendo terreno ante el avance aciago de las drogas y la degradación humana que indefectiblemente conlleva. Rescatar niños y adolescentes de esta plaga, y no acumular tanques y aviones, es la máxima prioridad latinoamericana.