Colombia después del ‘no’

Triunfó la democracia, pero se ha abierto una gran incertidumbre sobre el futuro del país

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El mayor triunfo obtenido durante el referendo de este domingo en Colombia sobre el acuerdo de paz entre el Gobierno y las narcoguerrillas de las FARC corresponde a la democracia. En medio de ejemplar tranquilidad, mediante una consulta electoral que nadie cuestionó por su pureza y tras una discusión ciudadana tan intensa como abierta, los adversarios del acuerdo prevalecieron en las urnas. Fue un ejemplar ejercicio de libertad e institucionalidad. La microscópica diferencia a favor del “no”, de apenas 0,5 puntos porcentuales, no deslegitima los resultados. Habría bastado con un solo voto de margen para que fuera aceptable; de esto se trata, en buena medida, la democracia.

El desenlace, a la vez, pone de manifiesto que la sociedad colombiana está profundamente polarizada sobre cómo alcanzar la paz tras 52 años de conflicto interno. Es una fractura que también tiene rostro regional. El “no” se impuso en la zona central del país y la mayoría de las ciudades importantes (salvo Bogotá y Cali), donde el conflicto hace años dejó de golpear; el “sí”, en cambio, fue mayoritario en las zonas marginales, que más lo han sufrido. A esto se añade una gran interrogante: cuál es el verdadero compromiso con su país del 62,6% de votantes que se abstuvo y, si algún compromiso tienen, por qué no se sintieron motivados alrededor de una consulta en la que tanto estaba de por medio.

Todo lo anterior es muy relevante; sin embargo, palidece ante la enorme incertidumbre que se abre sobre cuál debe ser, a partir de ahora, el camino de Colombia hacia la paz. Su curso y destino dependerá de la capacidad de las partes involucradas para evitar retrocesos irreversibles en los avances alcanzados durante cuatro años de arduas negociaciones; para construir sobre lo ya logrado en lugar de pretender una reinvención total del proceso; para evitar una reanudación de las hostilidades, y para gestar consensos que sean capaces de superar la polarización y las enormes heridas creadas por la campaña del referendo, pero, sobre todo, la guerra interna.

Tal como dijimos en un reciente editorial, el acuerdo alcanzado el 24 de agosto y firmado por el presidente Juan Manuel Santos y el líder guerrillero Rodrigo Londoño (alias Timochenko) el 26 de setiembre en Cartagena no es un documento perfecto. Sin embargo, establece un equilibrio razonable y realista entre justicia y paz, que pasa por la reparación de las víctimas, la desmovilización y el desarme de la guerrilla, su incorporación al proceso político, su alejamiento del narcotráfico, su aceptación de la institucionalidad colombiana, diversos programas de desarrollo rural y la aplicación de normas y penas de “justicia transicional”, con el objetivo de lograr un equilibrio razonable entre la posibilidad de paz y los castigos por crímenes y violaciones a los derechos humanos.

Para muchos colombianos, la aplicación de estos mecanismos a los líderes de las FARC equivaldría a impunidad, y las concesiones para su participación en política, a privilegios inaceptables. Ambos elementos fueron el principal combustible de la campaña del “no”, encabezada por el expresidente Álvaro Uribe. Se puede afirmar, entonces, con razonable grado de certeza, que no hubo un rechazo a la paz, y quizá no necesariamente a la totalidad del acuerdo, sino a aspectos específicos de este, lo cual podría abrir el camino para la búsqueda de acomodos entre las partes que permitan reactivar el proceso.

Por el momento, tanto el Gobierno como las fuerzas políticas internas, incluido el partido Cambio Democrático, de Uribe, han mostrado disposición al diálogo y a un eventual “acuerdo nacional”; las FARC, por su parte, han dicho que mantendrán el cese al fuego y Londoño, su principal dirigente, afirmó que mantienen “la perspectiva de paz”.

Estamos, al menos, ante declaraciones de buena disposición por parte de los actores más relevantes para el proceso. En qué medida abrirán realmente la búsqueda de una salida que construya sobre lo alcanzado y permita otros avances hacia la paz, hacia una mayor funcionalidad del sistema político colombiano y hacia un desarrollo más dinámico e inclusivo del país, es algo que está por verse. Por el momento, solo queda confiar en la responsabilidad de los dirigentes democráticos colombianos, el realismo de las FARC, el estímulo de la comunidad internacional y, sobre todo, la madurez de los ciudadanos como motores hacia nuevos y buenos rumbos. Pero el camino será sumamente difícil y estará plagado de riesgos.