Carga pesada

La Policía de Tránsito impone multas de ¢381.000 a quien maneje autos cuyo peso supere los 1.500 kilos sin portar la licencia B2

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Por imperativo legal, urge detener a quienes conducen vehículos cuyo peso supere los 1.500 kilos. Se trata de modelos muy comunes, hasta ahora disfrazados de autos de uso familiar, pero la sagacidad de las autoridades de Tránsito descubrió su verdadera naturaleza. No son vehículos de carga, pero la ley (Dura lex, sed lex) castiga con multa de ¢381.000 a quien los maneje con una simple licencia B1.

Estamos en condición de afirmar, sin temor a equivocarnos, que la mayoría de conductores de vehículos de doble tracción y hasta de algunos modelos sedán cuyo peso excede los 1.500 kilos no portan licencia B2. La violación de la ley es masiva y no vengan los infractores a alegar ignorancia, sentido común o una eterna práctica en contrario.

El operativo es fácil de ejecutar: basta pararse en cualquier esquina y detener, metódicamente, a todo conductor de Pathfinder, 4Runner, Galloper, Trooper y muchos otros modelos excedidos de peso. Las autoridades constatarán, una y otra vez, la inusitada pretensión de manejar semejantes autos con la modestísima B1, como se ha venido haciendo desde hace décadas.

La ley de tránsito se pronuncia tajante sobre este punto. La B2 es necesaria para manejar vehículos con peso superior a 1.500 kilos. La norma no hace excepciones ni aclara si se refiere al peso neto del auto o a su capacidad de carga. Las autoridades se ven en la obligación de integrar el derecho mediante la interpretación y, entre las interpretaciones posibles, optan por la más absurda y agraviante para el ciudadano.

Las mismas autoridades aplican una interpretación más sensata a la hora de otorgar licencias. Para obtener la B2, es necesario presentar examen de manejo con un vehículo cuya carga útil vaya de 1.501 a 5.000 kilos. Quien se presente con uno de los modelos antes mencionados, cuyo peso neto oscila entre 1.800 y 2.700 kilos, solo puede aspirar a la B1. Tiene sentido. La licencia B2 autoriza a manejar vehículos de carga, cuyas dimensiones y peso exigen habilidades especiales que el aspirante debe demostrar en la práctica.

La sensatez aplicada al otorgamiento de licencias crea una paradoja. El propietario de un auto de doble tracción común y corriente debe tener licencia B2, pero no puede obtenerla si presenta la prueba con el vehículo que pretende manejar. El día del examen, deberá conseguir prestado o alquilar un camioncito. La ley, interpretada como se hace, exige demostrar la aptitud para manejar un vehículo distinto del que se posee y se quiere manejar.

Este tipo de capricho burocrático y franca tontería tiene antecedentes, si bien con características menos alarmantes. Quien pretenda conducir un vehículo automático debe presentar examen con uno mecánico, aunque nunca en su vida vuelva a ver una palanca de marchas. Las mismas autoridades que demuestran ojo de águila para distinguir, con mal criterio, entre licencias B1 y B2, son incapaces de crear la Bx para autorizar la conducción de vehículos automáticos, una tecnología cada vez más perfeccionada y extendida.

El tema de este editorial, sin embargo, no es el absurdo legal y la necesidad de poner coto al abuso. Esas conclusiones caen por su propio peso. El tema de fondo es la preocupante tendencia del Estado a distanciarse de la ciudadanía mediante la imposición de requisitos irracionales y las frecuentes demostraciones de ineptitud y descuido.

En el primer aspecto, vienen a colación las declaraciones del ministro de Transportes, Francisco Jiménez. El funcionario admite cuanto hay de absurdo en la aplicación de la ley. Luego, recuerda a los afectados la posibilidad de apelar la sanción ante la Unidad de Impugnación de la Policía de Tránsito. Es decir, el ciudadano afectado por la irracionalidad de la sanción queda a cargo de corregirla. Ese esfuerzo, costoso cuando menos en tiempo, si no también en dinero, equivale a un castigo impuesto en ausencia de falta. Y¿ qué hará el Ministro para corregir el irritante absurdo?

Si la reacción del Ejecutivo no satisface, peor calificación merece el proceso legislativo. La ley de tránsito es un episodio revelador del descuido, la precipitación y la mala técnica aplicada a urgentes problemas nacionales. Sería grato decir que no tiene paralelo, pero es producto del mismo Congreso que dejó desprotegidas nuestras costas merced a la eliminación, por error, de la pena de cárcel aplicable al delito de piratería.

En otro momento, los diputados intentaron castigar el tráfico de menores para darlos en adopción, pero la ausencia de un verbo tornó inaplicable el artículo pertinente a la venta de niños. Cuando hizo falta una norma sancionadora de las donaciones políticas ilegales, el país se enteró de que la ley era ineficaz por mal redactada. Sin darse cuenta, los diputados también variaron la fecha de las elecciones municipales cuando su único propósito era dar plaza fija y salario a los vicealcaldes. La cadena es interminable y la ley de tránsito es una cadena en sí misma.

La responsabilidad de corregir los yerros y atenuar sus consecuencias mientras estén vigentes no es de los ciudadanos. Para eso hay ministros y también diputados.