Bárbaros en las gradas

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El fanatismo es un peligro, no importa su índole. La Historia es rica en ejemplos de cómo, azuzadas por la intolerancia y las pasiones, las gentes se han despedazado y han descendido a los niveles más bajos por su incapacidad de controlar emociones.

En el deporte competitivo son numerosas las tragedias por conductas irreflexivas, por actitudes que desbordaron el cauce de la cordura.

Es lógico que un partido de futbol, beisbol o cualquier otra disciplina genere alegría, frustración, furor... Son seres humanos quienes, desde adentro o desde afuera, toman parte.

Sin embargo, aunque el deporte implica lucha por el triunfo, anhelos de superación y un cúmulo de reacciones inherentes (entre ellas ese sabor amargo de la derrota), no pueden tolerarse las manifestaciones de grupúsculos que, con su conducta, fácilmente pueden convertir en tragedia lo que no debe ser más que una disputa con ardor.

Por eso, resulta muy riesgosa la actitud asumida últimamente por algunos seguidores del Saprissa, particularmente el miércoles pasado tras la suspensión del juego con Alajuelense. Los árbitros debieron abandonar a toda prisa el estadio, temerosos de los exaltados que exigían que el partido se realizara a toda costa.

Peor le fue a Rolando Fonseca, víctima de cuanto improperio se les ocurrió y cuyo auto sufrió daños de quienes, en manada, sí son muy valientes.

Esos hechos deben poner en guardia a los dirigentes y a los líderes de las barras organizadas. Muy bien que se intente meter al aficionado en el espectáculo, que ese número 12 haga sentir su voz de aliento. Pero hay que rechazar al gamberro, a ese que está dispuesto a agredir a quienes no comparten sus simpatías o que la emprende contra el atleta que fracasa.

Hay que contenerlo. No esperemos a que ocurra una desgracia.