Vivamos el nunca jamás

Siempre es más fácil vivir del cuento que consciente de las responsabilidades y de las realidades

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Lo bueno de vivir en el país del nunca jamás, ese mundo mágico en que nadie llega a ser adulto, consciente de sus responsabilidades y de las realidades, es que puedo empezar la columna así: «Había una vez...». Pues bien: Había una vez, en un país muy remoto, un parlamento que bajaba impuestos en medio de una grave crisis fiscal, aunque faltara plata para dar ayudas sociales y hasta para hacer un muy necesario censo de población.

La bajada de impuestos, por cierto, favorecía a las clases medias y altas: hablamos del pago de un marchamo sobre los vehículos particulares, en un país en el cual más de la mitad de la población no tenía carro, sino que se movilizaba por medio de buses. Eso tampoco importaba, porque, astutos como son los infantes, ese regalo regresivo se procuraba tapar con una escalita «progresiva», muy linda por cierto, en el que los carros más caros tenían un regalo proporcionalmente menor (aunque en términos absolutos recibieran una tajada también).

En ese país del nunca jamás los candidatos a gobernantes —sí, en masculino, porque casi todos los aspirantes eran hombres— prometían empleo, progreso social y muchos futuros venturosos para conseguir el favor de la ciudadanía. Ellos arreglarían la crisis de un solo tiro: es más, que les tiraran dos crisis «pa’ que vieran». Unos decían que crearían «un millón de empleos»; otros, que en un par de años harían manar petróleo para pagar las cuentas, aun en plena crisis climática mundial provocada por el consumo de combustibles fósiles. Aquel decía que «él sí sabía lo que había que hacer» y que le dieran el voto y verían. No faltaba, por supuesto, el que invocaba su conexión directa con la divinidad.

Y el gobierno, bueno, en ese mundo feliz no eran muy necesarios los gobiernos, más que para, cada cierto tiempo, hacer el ritual de elegirlos. Resolver problemas, pedir sacrificios y distribuirlos entre la población de acuerdo con sus posibilidades era muy mal visto. Tenían el poder de mandar los problemas a un baúl muy extraño, en el que puesta una cosa ahí, quedaba congelada, como si no existiera. Y nadie volvía a verla, más que en los rumores o cuando, por error, alguien hablaba de ella.

En el país del nunca jamás los Peters Pan y las hadas Campanillas jugaban con fuego. No sé si lo sabían: supongo que sí, pues eran inteligentes y astutos, pero siempre es más fácil vivir del cuento.

vargascullell@icloud.com

El autor es sociólogo.