Uno a uno en El Silencio

En Tilarán se lanzó el primer proyecto de una computadora por estudiante

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Hace pocas semanas la investigadora Claudia Urrea volvió a Costa Rica. Quiso seguir las huellas de una impresionante experiencia que se llevó a cabo en el 2005 en la escuela Yolanda Peraza de El Silencio, pequeño pueblo enclavado entre montañas, bosques y potreros del cantón de Tilarán, al lado del volcán Arenal.

El marco de la experiencia fue una escuela unidocente en una zona muy rural, que privilegia la actividad lechera. Le había llegado a Costa Rica la hora de iniciar un programa de “uno a uno”… de una computadora por escolar. Se trataba de un proyecto piloto del Pronie-MEP-FOD, innovador, no solo en Costa Rica.

Estos recuerdos me surgieron cuando escuché a alguien en la Asamblea Legislativa, en días pasados, afirmar que en 1988 se lanzó la promesa política de proporcionar “una computadora a cada niño de escuela”. Obviamente, eso no fue así. La promesa fue distinta y nadie sensato la podría haber hecho en aquel momento.

Ni las computadoras disponibles entonces ni los costos habrían permitido alcanzar el “uno a uno” —una computadora para cada estudiante— como se le llamaría a este tipo de proyectos muchos años después. ¡Cuán rápido pasa el tiempo y qué fácilmente olvidamos la evolución de las tecnologías y las cosas!

En esa época no existían las computadoras portátiles. Solo se podían adquirir las que jocosamente llamábamos “arrastrables”, pues tenían un peso cercano a los 10 kilos, carecían de disco duro y su costo era muy difícil de cubrir. Realmente, habría sido imposible proporcionar una a cada escolar.

La promesa fue en realidad la de dotar de “una computadora a cada escuela”. Aunque la idea original tuviera un gran valor simbólico, fue superada rápidamente gracias al impulso de un grupo de costarricenses comprometidos con el futuro de la educación. La Fundación Omar Dengo forjó un planteamiento nuevo, más ambicioso dentro de lo que era posible entonces. El objetivo se centró en ofrecer la tecnología más avanzada a los escolares más pequeños para modernizar sus procesos de aprendizaje.

Para llegar al mayor número de estudiantes y obtener algunos beneficios pedagógicos importantes, hasta ahora no previstos, se pensó en establecer laboratorios en los cuales cada grupo de un grado pudiera interactuar creativa y colaborativamente con la nueva tecnología y la programación.

Ya para el año 1991, gracias al apoyo de la AID y otros, el Programa MEP-FOD había logrado beneficiar al 32 % de los escolares de esa época: un logro extraordinario para un país en desarrollo.

Aquel curioso error legislativo que escuché días atrás —sin duda involuntario—, me trasladó rápidamente a otro momento. Recordé de inmediato la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información de la ONU en noviembre del 2005. Fue ahí donde Nicolás Negroponte, entonces director del Laboratorio de Medios del MIT, planteó al mundo la imperiosa necesidad de crear una computadora de bajo costo a fin de que cada niño pudiera disponer de un dispositivo personal para su aprendizaje.

Habían pasado casi 20 años desde la promesa que comento. En su intervención, Negroponte hizo alusión al esfuerzo sostenido que había realizado Costa Rica. La revolución digital estaba ahora en plena marcha y era preciso buscar la solución más inclusiva para el mayor número.

Disrupción

La idea de una computadora para cada estudiante proporcionada por el sistema educativo era algo disruptivo aún en el 2005, particularmente en los países de menor ingreso, tan disruptivo como lo había sido, años antes, la introducción de la computadora en la escuela pública costarricense.

En nuestro país, a diferencia de lo que se hacía entonces en otras latitudes, la preparación de las nuevas generaciones para la transformadora cultura digital privilegió a los más chicos, contra la tendencia imperante, y a esto se debe en gran medida el éxito de nuestro programa.

Se creía, entonces, que la tecnología debía introducirse en el colegio porque los más grandes estaban ya más cerca del mercado laboral. Un cambio cultural, sin embargo, requiere una transformación de fondo en la visión y la praxis desde la base. Costa Rica se adelantó en aquel momento y se posicionó como líder mundial en este campo. Los maestros, convertidos en docentes de informática educativa, ciertamente dieron la talla.

A partir del 2005, Negroponte y su equipo se dedicaron en cuerpo y alma, por muchos años, a la tarea de diseñar, producir y distribuir una computadora que tuviera un valor cercano a los $100 y que pudiera ser puesta a disposición de los niños del mundo. ¡Tremenda meta autoimpuesta! Fue así como surgió el proyecto One Laptop per Child, que muchos recordamos.

Visto en perspectiva, el proyecto de Negroponte contribuyó a cambiar el curso de las concepciones y las expectativas, aunque no necesariamente el de la producción de computadoras de muy bajo costo, como él soñaba. El valor de las portátiles fue bajando poco a poco. La industria fue ampliando su oferta de equipo y su radio de acción, para responder mejor al llamado “mercado educativo”.

Sin embargo, como se ha hecho cada vez más evidente, los proyectos de “uno a uno” requieren inversiones inmensas, no solo en tecnología y conectividad, como es obvio, sino también en capacitación, diseño y apoyo pedagógico, logístico, de mantenimiento, seguros contra robo, gestión y control de activos y reposición de equipos que los sistemas educativos no siempre pueden proporcionar de manera ágil y eficaz.

Evidentemente, el valor de estas iniciativas no reside en repartir dispositivos, sino en convertirlos en instrumentos al servicio del desarrollo cognitivo y creativo de los estudiantes, tarea que está lejos de ser simple.

Frutos del proyecto

Y, al llegar a este punto, vuelvo a El Silencio. En el 2005, la Fundación Omar Dengo impulsó allí el primer proyecto de una computadora por estudiante que se realizó en un sistema educativo público en América Latina. El proyecto incluyó a 24 niños de primero a sexto grado y a Edgar Alvarado, su maestro, seleccionado expresamente por su clara apertura a la innovación educativa.

El proyecto fue concebido como una experiencia de inmersión tecnológica. El plan incluyó proyectos curriculares centrados en programación, matemáticas, ciencias, español, estudios sociales y robótica, y tuvo el acompañamiento de Andrea Anfossi, en aquel momento directora del Pronie. El BID valoró esa experiencia como un importante caso de éxito, razón por la cual produjo un video (Voces en El Silencio) que fue presentado en la IX Reunión Hemisférica de la Red de Educación en el 2006 en Washington. Fue el antecedente de otras iniciativas que con posterioridad impulsó la FOD.

Dieciocho años después, lo más interesante fue lo que se encontraron Claudia Urrea y Andrea Anfossi cuando visitaron El Silencio, a finales de marzo pasado. La comunidad las recibió con entusiasmo. Se reunieron con muchos de los participantes en la experiencia inicial.

Allí, hicieron un valioso descubrimiento: prácticamente todos los niños que fueron parte del proyecto poseen títulos técnicos o son profesionales. Constituyen la primera generación que alcanza la formación postsecundaria en ese diminuto pueblo rural. Entre los exalumnos, hay un médico que trabaja en un hospital público y una meteoróloga que labora en el Departamento de Meteorología Aeronáutica del aeropuerto principal.

Hay también un ingeniero de sistemas, una contadora, una administradora de negocios y un politólogo. Destacan, además, dos técnicos agrícolas graduados del INA, uno de los cuales trabaja en Canadá. Los más jóvenes todavía cursan estudios superiores.

Un politólogo me resumió su experiencia de manera elocuente: “Lo que pasó es que descubrimos que teníamos unas capacidades que no conocíamos…. comprendimos que podíamos plantearnos cosas mayores que las que hicieron nuestros padres”. Estas palabras son suficientes para explicarlo todo.

clotilde.fonseca@gmail.com

La autora es exdirectora ejecutiva de la Fundación Omar Dengo.