Soberanía digital o el santo grial del siglo XXI

Nuestros líderes mundiales o héroes modernos buscan desesperadamente poseer la soberanía digital, para vencer el mal y alcanzar la gloria

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El psiquiatra suizo Carl Jung (1875-1961), fundador de la escuela de psicología analítica, dedicó su vida al estudio de la estructura de la psique y su relación con las manifestaciones culturales. Mediante la práctica clínica, Jung concluyó que los seres humanos compartimos un espacio común o «inconsciente colectivo», poblado de mitos y arquetipos universales.

En la teoría «junguiana», los mitos se entienden como proyecciones psíquicas reales del inconsciente que, a través del lenguaje simbólico, ofrecen una respuesta a las inquietudes e interrogantes humanas más profundas. Los arquetipos, por su parte, son patrones psicológicos o esquemas de pensamiento heredados, que determinan nuestros impulsos y nuestra conducta. Entre ellos destacan la madre, el padre, el dios y la diosa, el héroe y la heroína, o acontecimientos universales como la iniciación, la muerte y el renacimiento.

La búsqueda eterna. Hay un mito en particular que, durante la Edad Media, tuvo fuertes repercusiones políticas, militares e identitarias para Europa Occidental, y que aún hoy continúa grabado en nuestra psique colectiva. Es la búsqueda de la trascendencia o del santo grial, es decir, la copa que utilizó Jesucristo en la última cena.

El planteamiento mitológico es relativamente sencillo: este cáliz milagroso provee riquezas, soberanía y prestigio a quien lo obtenga, pero solo los héroes o heroínas virtuosos son capaces de verlo y encontrarlo. La carga psicológica de este mito se refleja en nuestra manera de hablar, ya que el nombre de «santo grial» se utiliza para hacer referencia, en sentido metafórico, a un objeto de gran valor único en su clase.

Uno de esos objetos es la soberanía digital, concepto que ha tomado muchísimo impulso internacional a raíz de la pandemia de la covid-19. Una mirada atenta sobre el contenido del discurso, las motivaciones y el comportamiento de las potencias industriales actuales deja entrever ciertos temas y elementos formales de la obra de Jung: nuestros líderes mundiales o héroes modernos buscan desesperadamente poseer la soberanía digital, para vencer el mal y alcanzar la gloria.

La soberanía digital tiene dos grandes acepciones: una geopolítica, centrada en obtener el liderazgo tecnológico y salvaguardar la seguridad nacional, y otra de orden humanista e individual, que promueve una relación sana entre persona y tecnología.

Digitalización «in extremis». Vivimos en un mundo acelerado, complejo y «líquido» —como lo definió el sociólogo Zygmunt Bauman—, caracterizado además por una digitalización cada vez más extrema de la política, la economía y la vida cotidiana. Esta situación implica grandes riesgos para países, empresas y personas, puesto que la privacidad y la seguridad de todos queda a merced de la maldad informática.

De la misma manera que el universo puede estar contenido en un grano de arena, toda experiencia humana puede estar condensada en un dato. Por eso, grandes actores internacionales, como la Unión Europea (UE), lo definen como «el elemento vital del desarrollo económico», ya que gracias a él se crean nuevos productos y servicios tecnológicos. La palabra «vital» debe ser leída a consciencia, porque sugiere que sin datos el desarrollo o la economía no son posibles, con lo que la mesa de la dependencia tecnológica queda servida.

Para combatir dicha dependencia, las potencias industriales rivalizan por el almacenamiento de datos en la «nube»; interceptan los cables submarinos de fibra óptica para espiar datos; luchan por el dominio de las redes 5G y la computación cuántica a gran escala; e ingenian todo tipo de estrategias para extraer, a lo largo y ancho del planeta, materias primas estratégicas para la industria como el agua y las tierras raras.

Los motivos del héroe. Este tipo de tácticas, en ocasiones llevadas a cabo con la connivencia de los gigantes tecnológicos, se acompañan de un relato político caballeresco como el que se construyó en torno al santo grial: Estados Unidos y algunos países aliados emprenden una «cruzada» contra China por considerar que su liderazgo político y tecnológico, así como las motivaciones que le acompañan, representan un peligro para el mundo occidental.

China, por su parte, expande su huella internacional a través de la «ruta de la seda digital», bajo el argumento de que la verdadera amenaza radica en el actual sistema de gobernanza global, liderado exclusivamente por Occidente, y con Estados Unidos como punta de lanza. Además, legitima su aspiración de alcanzar la soberanía digital, porque ésta le permitiría recuperar el glorioso pasado imperial o «sueño chino», como lo denomina el presidente Xi Jinping.

Mientras tanto, la UE se debate entre el «humanismo tecnológico» y la voracidad digital, en su esfuerzo por crear, desde el Estado y con el mercado, una economía digital centrada en las personas. El espacio de reflexión en línea «Collateral Bits», lo resume muy bien: la Comisión Europea quiere «estimular el desarrollo de una industria tecnológica propia que sea capaz de competir a nivel global y, a la vez, preservar los derechos y valores que han hecho de Europa la zona del planeta más respetuosa con los derechos humanos».

En el limbo. Y luego están los países del sur global, que con poco o nulo terreno digital ganado, quedan en las manos de los grandes proveedores de tecnología, red y contenidos, quienes tienen la capacidad de influir en la opinión pública y, si lo demandan las circunstancias, pueden desconectarlos de internet.

En el marco del G20, India, Sudáfrica e Indonesia utilizan conceptos como «imperialismo digital» y «colonialismo digital» para alertar sobre la incoherencia que existe entre el número de nuevas fuentes de datos que se genera en los países en desarrollo, y la localización de los centros globales de almacenamiento, que se concentran en Norteamérica y Europa. Estos países argumentan que el imperialismo y el colonialismo digital, además de impedir el florecimiento de empresas locales de almacenamiento en la «nube», debilitan sus sistemas nacionales de vigilancia.

Gestos vacíos. En Costa Rica, tanto el debate público sobre soberanía digital como el posicionamiento político al respecto son desconocidos o al menos incipientes, quizá porque nuestro país no cuenta con el capital ni la infraestructura adecuada para impulsar una industria tecnológica propia.

Sí son notorios los esfuerzos nacionales por incentivar la industria 4.0 desde el ámbito de la atracción de inversiones, así como el éxito relativo para aprovechar las ventajas del «nearshoring», que consiste en el traslado de empresas norteamericanas hacia Costa Rica, por localizarnos relativamente cerca de los Estados Unidos.

Pero, a pesar de los aciertos, prescindir de una política pública sobre soberanía digital, así como de directrices claras para su implementación, es inconveniente por muchas razones, por ejemplo, porque resulta en una dinámica de gestos vacíos como la de promover con bombos y platillos una economía basada en el conocimiento, mientras nuestro sistema educativo hace aguas.

manuelaurena@gmail.com

La autora es especialista en asuntos públicos, relaciones internacionales y política pública.